De la luz el reflejo ©


Quienes hemos nacido con la Luna entre el pecho y el ombligo conocemos muy bien los eclipses perpetuos; en nuestro caso, el alumbramiento es posterior al parto que tiene lugar en el centro de un costado oscuro del que no salimos hasta varios años después, cuando de tanto nombrarnos acudimos al encuentro de aquellos que solar tienen el plexo. Las penumbras nos definen a partir de aquella primera incursión fuera de nuestro sitio de nacimiento; a pesar de que desde entonces habitamos el mundo desde el mismo espacio en que viven los hijos del Sol, los lunáticos tenemos preferencia por las sombras, por eso nuestras casas tienen luces tenues y solemos abrir las cortinas de noche.

Prescindimos también de los espejos, la imagen que devuelven es siempre para nosotros ilusoria e imperfecta. Cuando deseamos mirarnos completos ubicamos nuestra sombra en algún sitio, pero ni así conseguimos vernos a cabalidad: siempre hay un pedazo que se esconde bajo los pies. Esta peculiar manera de encontrarnos en un reflejo oscuro tiene sus particularidades: a veces nos hallamos más pequeños, aunque otras somos tan largos como nuestros deseos; la peor parte es cuando, al filo del medio día, las sombras desaparecen y no hay manera de vernos.

Dadas estas circunstancias, parece lógico entender que nos cueste relacionarnos con el mundo diurno, en exceso habitado, con transeúntes por todos lados que, sin querer o queriendo, nos pisan las sombras. Sin embargo esto no es lógico para quienes viven de mañana tan contentos: si le dijéramos al vecino, "oiga, usted, ¿sería tan amable de dejar de pisarme la sombra?", nos devolverían por respuesta una mirada desconcertada; evitamos la situación porque es difícil explicar que nacimos de noche, incluso de día, con la Luna entre el ombligo y el pecho.

El silencio es también todo un tema para nosotros: lo necesitamos como si de agua para beber se tratara. El ruido nos desequilibra, sufrimos en serio, aunque con el tiempo nos hemos conformado con atenuar un poco los sonidos. Esto explica (para nosotros, por supuesto) que no seamos dados a la compañía, que busquemos permanecer el mayor tiempo posible en lugares tranquilos, con poca gente, de preferencia con una sola persona: nosotros mismos.

Ya no digamos la prisa, atroz e insoportable para quienes no podemos andar rápido. Caminamos pendientes de nuestra sombra, por momentos la perdemos y quedamos paralizados porque ella nos indica el rumbo; no tenemos mapas, ni brújulas que nos sirvan: si la sombra está a nuestro costado caminaremos, si va por delante lo haremos un poco más a prisa, pero si se empeña en ir atrás nuestro detendremos el paso y pensaremos un par de veces si vale la pena correr el riesgo de que nos miren, otra vez desconcertados, caminando en reversa. Ni falta hace decir que a medio día nos encontrarán sentados e inmóviles en cualquier acera.

Tenemos dificultades, está dicho, pero también tenemos algunas ventajas, la más notoria no es poca cosa: nos es fácil amar de ustedes el lado oscuro sin temerlo y, aún mejor, incursionar en espacios internos es para nosotros la invitación perfecta. Lo malo es que a ustedes eso les da miedo, es poco frecuente que nos permitan dar un paseo por aquellos pagos de sí mismos que desconocen. Cuando acceden, sea por descuido o porque decidieron hacer un esfuerzo, tenemos que andar con extrema cautela: un comentario fuera de lugar y nos echarán con violencia, como lo hacen con un perro que muestra las fauces porque sintió en ustedes el miedo. 

"¿Ya viste la tumba que te construiste tras el esternón?", diremos nosotros entusiasmados: ¡hemos dado con el sitio exacto donde hay que escavar para poner en libertad el dolor que está enquistado! Nos disponemos a la disección para aliviarlos, estamos contentos, pero ustedes no lo están, ustedes se sienten invadidos, lo que hallamos es lo que ocultaban con tanto esmero. Sólo cuando la Vida los ha dejado extenuados aceptan destapar aquello, entonces nos quieren cerca y para eso estamos; acompañamos en silencio, sin prisa, en la penumbra, mostrándoles que es posible caminar en reversa, desandando. 

Aunque nos atormentan los días de sol, el ruido, la gente, las calles, no tenemos miedo cuando se trata de meterse en el medio de sus sueños: hemos nacido con la Luna entre el pecho y el ombligo, sabemos de eclipses, porque tenemos uno siempre con nosotros, uno que es perpetuo. Regalamos sombras como flores oscuras: ¡qué sería de la luz sin su reflejo! 




























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