Nostalgia ©


Cuando yo era niña, en el condominio en el que vivo (donde salvo por algunos años pasados en otros sitios he vivido siempre) el tiempo infantil (y supongo que de algunos adultos que, como yo soy ahora, se siguen fijando en esas cosas) se medía en la época de las catarinas o en la de los caracoles (andaban por todos lados, las de rojo aladas y con lunares, los otros lentos y acorazados).

Cuando yo era niña, aquí, en este mismo lugar, pasaba muchas tardes sobre las ramas de un árbol de tejocote que era mi adoración y rodando por el pasto donde aparecían (en su época, claro está) las babosas, esos caracoles que sufrieron algún despojo y por eso andaban si su casa. No sé por qué ni cuándo dejó de haber suficientes animales rondando como para hacer época, comencé a alegrarme cuando aparecía alguno, según yo huérfano pero quizá sólo solitario. 

A pesar de que escasearon, hasta el día de hoy tengo la fortuna de encontrarme con las ardillas y los tlacuaches, y suelo callarme de inmediato cuando escucho a los halcones y a las águilas (sí, los hay en la ciudad) o quedarme por horas observando el nido de una colibrí desde que comienza a empollar (hace poco nació un colibricito, lo llamamos Hilario, Tacho pa los cuates)... 

No son muchos los sobrevivientes, pero cuando se crece con épocas de estas tan peculiares es normal que aprendamos a rebuscar entre el asfalto la Vida que es anarquista y está en resistencia constante. 

Quizá no es fácil de entender, con seguridad es cursi, pero hoy tuve ganas de sentarme recargando la espalda sobre el tronco de un árbol para ponerme a llorar, un poquito, sólo un poquito, quizá más por mí y esas épocas. 

Supongo que es la primera vez que siento eso que llaman nostalgia, pero lo mío no son ganas de volver a ser niña, son ganas de volver a contar las épocas en catarinas y caracoles, en babosas y en colibríes, en halcones y en tlacuaches, en ardillas... 

Sí, ya no me subo a los árboles, en algún momento comencé a pensar que no les hacía bien.

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