Florido infierno ©


Ella se miraba, solía hacerlo con frecuencia; buscaba en su piel las huellas dejadas por aquellas manos, desde hace años tan ajenas. Aun en los momentos en que el dolor había sido casi insoportable, no apareció por ningún lado una señal que pudiera indicar, al menos con mínima proximidad, el sitio donde dolía.
Hace tres meses él desapareció bajo la cama. Desde entonces ella se desviste con lentitud cada mañana y palpa milimétricamente su cuerpo... la enceguecían los recuerdos. Nada. La minuciosa exploración no descubre ni una gota de sangre reseca que pueda traducirse en el anhelado hallazgo de la herida. Sin embargo, sabía que durante un tiempo se desangró de a poco, las venas se agrietaban en su interior. Lo supo en su momento, lo sintió, nunca lo vio.
Sólo él sabía mirarla con atención. En su búsqueda, siempre incierta y desmedida, se allegó más de un espejo humano: los tomaba con precaución, intentaba cautelosa asomarse, deseando con fuerza que su reflejo apareciera en otro ojos, en otra vida. Sólo él podía hacerlo, se decía desconsolada luego de cada intento. Sólo él lograba mostrar las llagas, abiertas, sangrantes, dolidas en sí mismas.
Él, que era lo mismo antídoto que veneno, se fue una madrugada. Como siempre, ella se disponía a añorar su ausencia cuando descubrió que esta vez en verdad ya no estaba. Lloró, sí, apesar de que sabía que así tenía que ser, que para eso habían dejado abierto el peculiar acceso debajo de la cama. Hace años no se amaban y ninguno de los dos ignoraba que él o ella, quizá el más valiente, un día habría de bajar esos escalones, cerrando tras de sí la puerta.
No lo buscó. En los primeros días de su relación, cuando ella todavía elogiaba la sonrisa que enmarcaba el rostro de él cada vez que declaraba enfático alguna idea, entre besos le escuchó decir: "si un día ya no me amas bajaré, por aquí y sin pensarlo, al infierno"; señalaba la escalera que desde la alcoba daba al jardín trasero de la casa". "Pero, querido, ¿desde cuándo el infierno tiene flores?", respondía ella, divertida ante la ocurrencia.
Aunque reía, sabía que era verdad; sabía además que no iría en su búsqueda cuando eso sucediera. No lo haría nunca, porque cuando él se fuera, algo de ella volvería, algo de sí misma que añoró desde el inicio. Por eso cuando se fue, ella se paraba frente al espejo asiendo con fuerza, casi con rabia, entre el pecho y la boca, ese pedazo de sí, eso que le devolvería la posibilidad de encontrarse y de sanar las heridas.
"Las heridas que tanto dolían no dejaron cicatriz", pensó aquella mañana. Mientras saboreaba la frase diciéndola despacito una segunda vez, escuchó un murmullo bajo la puerta secreta de su alcoba. Su corazón retumbó de inmediato. ¡No podía volver!, ¡no era parte del acuerdo!, al menos no era lo que ella esperaba que sucediera. Ella se tenía, por fin había sido devuelta, no quería lidiar con más sorpresas."Es el infierno, ¿te acuerdas?, aunque tenga flores es el infierno" repetía fuera de sí, dando vueltas por el cuarto, desnuda, encendida. "Nadie puede salir de él sano y salvo". "Nadie de las cenizas regresa", gritó acercando su boca a la rendija de la tapa sobre la escalera. "¿Me oyes?, no vuelvas, si lo haces dejaré de saberme otra vez, no vuelvas".
Tendida en el piso, entre lágrimas se despojó de la conciencia, dormida soñaba su voz: "ya no hay flores, ya no hay huellas". A primera hora del día siguiente mandó tapiar la puerta. Ni un rasguño queda, constató su cuerpo por la mañana frente al espejo. Decidida empezó a cultivar de nuevo. Esta vez pensó: "únicamente será en macetas". Fotografía: María del Mar Cachón

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