Hábitat ©

Voy lento. Trepo con mesura desde los tobillos. En las rodillas me detengo un par de instantes, lo justo para vislumbrar, a penas de reojo, la punta de los pies que yacen quietos. Sigo subiendo. Asomo la curiosidad entre los muslos, los palpo desnudos y me bebo el descanso en la cálida humedad de su destino. Escalo al vientre, aferro dos dedos en el ombligo y llego al pecho. Recuesto la ansiedad del lado izquierdo... espero que se duerma en un compás. Rodeo con impaciencia los senos; decidí tomar la ruta larga, aquella que se traza en un torrente y desemboca en el cuello. Acampo en el hombro derecho, justo en una pequeña llanura que se antoja segura sobre el acantilado cuerpo. Voy rápido. Miro la luna y sé que la mañana no me espera. Abandono las provisiones en la cueva de la oreja y, en un atrevido salto (confío en las redes que tejen los dedos de las manos entralazados), aterrizo en el centro mismo de la lengua, entre dos palabras sin pronunciar y un silencio que incómodo despierta. Bajo abrazada del vértigo. Deslizo tres lágrimas por la garganta. Me atoro en el esternón. Colgada de la vida, escucho atenta el suave murmullo de mi hábitat interior... Fotografía: Juan Giner

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