Historias de un balcón ©

Cuando abrí la puerta por primera vez ahí estaba: un corredor a lo largo del ventanal de la recámara que apaciblemente, resguardado tras la breve pero maciza barandilla, observaba la avenida de enfrente (curioso juego de hermenéutica pura ese de los balcones que se asoman mientras te asomas). Desde que lo noté, el resto del inmueble se me olvidó. La verdadera distribución del departamento es algo que descubrí cuando volví para instalarme y era, en definitiva, distinta al modo en que la había reconstruido en mi mente: la herradura que formaba la estancia no existía, la cocina estaba menos al centro de dónde yo la coloqué, las ventanas del espacio que hicimos 'cuarto de huéspedes' aparecieron de pronto, etcétera).Tengo la suerte de contar con un amigo y compañero de casa que sí se fijó en los demás detalles (la última vez que me dejó a cargo de la elección terminamos en el sitio menos adecuado), de modo que en esta ocasión podemos llegar a casa sin temer algún incidente violento y nos es permitido vagar por las calles a la redonda exentos de casi toda preocupación.
Pero a mí, siendo honesta, nada me importaba más que el balcón y su promesa de regalarme momentos entrañables.Lo supe desde el inicio. Me ví llenando de plantas el alargado espacio, algunas colgantes, otras decididamente en el piso. Me sentí acariciada por el viento cuando, después de ducharme, mirara apoyada en el blanco cerco hacia la acera de enfrente (sería mejor desnuda, pensé, pero el afluente de personas es lo suficientemente vasto como para quitarme semejante idea de la cabeza ¡quién quiere una denuncia por faltas a la moral!). Me escuché conversando alegremente sobre fines y comienzos (alentada seguro por la finitud abierta, inconclusa sensación de libertad que deja siempre un sitio desafíante del encierro). Por sobre todas las cosas me supe escuchando: las aves por la mañana que se despojan de la noche sobre las ramas del árbol vecino, las hojas del verde ilustrador involuntario de mi ventana suspirando en airadas madrugadas, el murmullo de los autos que pasan y que a nosotros, urbanos irremediablemente, siempre acaban por hacernos falta, las órdenes de sus dueños desoídas alegremente por los perros paseantes. Todos sonidos augurados que, por supuesto, se han cumplido puntualmente.
Pero hay más. El balcón no deja de sorprenderme con regalos cada vez más excéntricos: la noche antes de navidad, una fila de carros a las puertas del edificio adyacente llamó mi atención. Con ese ánimo un tanto morboso y lleno de adrenalina que me asalta de vez en vez, me asumí testigo de algún trueque ilícito. Luego de observar curiosa por un largo rato, volaron hasta mí un par de frases que aclararon la situación: '¿tú también vienes acá para surtirte?' (mi corazón latió con fuerza); 'sí, casi no llego, pero una vez que lo pruebas, no se puede recibir la navidad sin tenerlo en casa, mi familia no me lo perdonaría' (¡vaya!, pensé, todo un clan de adictos irremediables); 'sí, es el mejor fruitcake que he probado'. ¿Fruitcake? (suspiré resignada). Hubo más de un cortocircuito en mi cabeza antes de llegar a la conclusión: vivo al lado de la dealer del mejor pan de frutas navideño de la región. Dicen que es toda una matriarca alemana. Habrá que probarlo.
Anteayer recibí el segundo presente del balcón: 'La guerra, la violencia... la gente no entiende... Y yo, que sólo soy poeta, ¿qué puedo decir?, únicamente ¡qué bellos ojos tienes!' Era una voz fuerte y decidida, tanto que alcanzaba a trepar por el edificio llegando sólida, casi sin vacíos, hasta mi piso. Corrí desde el baño todavía con la toalla a manera de turbante y me quedé embelezada mirando como, con paso lento, un anciano de bastón y sombrero se iba alejando mientras en el hilo de su conversación sorteaba hábilmente la incómoda presencia de varias cámaras de televisión. No supe quién era el distinguido señor que me dejó pensando: 'La gente no entiende el amor.... ¿qué puedo decir?'.

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