A Mariel Ruiz de Chávez, por enseñarme que ni toda discusión se convierte en batalla, ni toda idea hace bandera, ni todas las hojas formarán libro.
En mi obsesión por las letras, las palabras y las historias, pienso en los múliples sinos que aguardan indiferentes a esos pedazos de papel que dejamos a su suerte, estigmatizados, con la mancha de un tatuaje de tinta indeleble que los señala en el apuro como notas, ni siquiera musicales. Algunos sufren el abandono de lo inmediato, en cortísimo plazo se vuelven inútiles, peor, fatuos. Por sí mismos son breves, ¿por qué esperar que tuvieran destino largo? Hay en ellos, el número telefónico de alguien cuyo nombre ya no recordamos, o quizá una extensa oración, sin puntos ni comas, compuesta de letras que gritan entre las cifras, algo como ABNHT32DFC258RGMDF73, ¿la clave esa que es única y que dicen que registra a la población,? o ¿la línea de captura para pagar la tenencia, el predial o el agua del año antepasado? (por cierto, si somos amables, podremos ver en esto una línea, pero no la relación con algo tan serio como ser capturado; te escriben dentro de un formato, "machote" le dicen, yo siempre me imagino un mariachi con bigote y panzón). Sí, esos papeles merecen ser olvidados.
Otros escritos quedan errantes, al exilio los condena el cotidiano: aquél que contiene el recordatorio a la parte más distraída de nosotros. "Falta leche y avena" pende por semanas entre un imán en forma de algo y el refrigerador (enorme, plateado, de dos puertas y que hace hielos, que un día soñamos). Al final, como los anteriores, no sirven: lo más probable es que, con ellos en la mano, trajimos del mercado mandarinas, almendras y néctar de durazno; todo, menos leche y avena... hacemos del infortunado "papelito" uno magullado.
En la oficina somos crueles: las hojas van directo a la trituradora que los destaza, al más puro estilo de un carnicero, molendero de carnes, frías, como todo lo muerto. ¿Y qué le vamos a hacer?, nos diríamos, son oficios, cartas sin respuestas o con ellas, da lo mismo, siempre con copias para un PRESENTE extraño, por mayúsculo, por marcial, por falso, y un variable ATENTAMENTE o QUEDO A SUS ÓRDENES igual de raro: ¿cómo es que resultamos atentos si, de entrada, exigimos al lector de la misiva que se presente, como en el ejército? Ya ni digamos sobre el eufemismo ese de las órdenes para las que, la verdad, la verdad, no nos quedamos.
Pero hay otros papeles con garabatos más entrañables. Ellos gozan de derechos de autor, o mejor dicho, de los derechos de su autor; son esos que contienen lo que en la jerga literaria llaman embriones, ¡vaya nombre!, prefiero cigoto, es más natural, menos deliberado su deshecho. Esos escritos son creación: se pintan de negro o de púrpura, la mayoría de escarlata sanguinario; vienen de las entrañas, por eso casi nunca son verdes, o blancos, mucho menos amarillos y si son rosas, mejor quemarlos. Quizá son más libres que sus hermanos (o hijos, o primos, de esos parentescos raros) los logrados, los que terminan entre otras hojas y en cojnunto se presentan orgullosos como libros, ¡uf!, publicados. Al menos ellos tienen la suerte de irse, de no quedar presos entre muros de lindas ediciones: quizá se vuelven ceniza y viajan por las tuberías de la ciudad, ven entre las coladeras la vida íntima de los baños vecinos; o se echan a volar desde ventanas y balcones, usando las plumas que el autor sacó de un sauce, porque sí, porque ese es otro derecho de autor: escuchar sonidos que salen de una campana hundida en aguas inmóviles; plantar un huerto de raíces que se vuelven esmeraldas, diamantes o pequeños gatos que deciden vivir como topos bajo la tierra; dejar que un vidrio sea líquido por contacto con el aire, aromatizar la luna, lo mismo de melisa que de fango. Y es que para los escritores, igual que para todos los humanos, al inicio fue el verbo, pero a diferencia del resto de los humanos, al final lo mismo puede ser metáfora, que mentira entre verdades, que una sílaba: Fin. Una letra cambia destinos, lo sabemos, desconjugamos y, como dioses sin discípulos ni apóstoles, seguimos el curso de la intención y la hacemos acto: Yo creo, tú creas, Él crea... todos creemos.
Fotografía donada por María del Mar Cachón (ni idea de su original procedencia).
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