Había una mesa rectangular, tres sillas, la cuarta fue un misterio, se habrá quedado en el almacén de la tienda a la que no reclamé; quizá, perdida, terminó por hacer un cuarteto con otro trio, en otra casa, de otra mujer, cercana a un mantel distinto, sin sombras que tiemblen al compás ondulante de la flama sobre la vela. Me gustaba la ausencia, símbolo de otras faltas que, así, ni era necesario interpretar; el vacío, la posibilidad.
La vela era tan grande que parecía no tener fin, pero lo tuvo: a la mitad del camino, el blanco pabilo se ahogó en la laguna de cera roja. Esa noche recordé la sombra de la soga con la que se ahorcó mi amigo de la adolescencia, será porque la vi en la oscuridad: serpiente parda, parecía reptar sobre la alfombra buscando el calor de los pies que la esquivaban.
Las paredes de mi casa se aparecieron grises en la penumbra; llegó la lámpara color naranja y con ella el hábito de acostarme en el sofá por horas para mirar contornos: formas sin fodo, planas, móviles, el frutero, los cuadros, la máscara, el jarrón, el baúl, los pies, las manos.
El paraíso es naranja, solía decirme. Pero ahí, lo único vivo que quedaba era mi gato... y yo que poco lo parecía. Naturaleza muerta, formábamos parte de un bodegón siniestro.Ahora no cierro las cortinas,dejo que la luz del día se cuele por la sala hasta la recámara. Murió mi gato, pero compré un florero. Por eso me gusta que me regalen flores: naturaleza viva para los que aquí nos quedamos.
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