Marea roja ©

Me sumergí en la tina. Sólo cuando separé las rodillas el agua comenzó a entintarse. No sentí miedo: la sangre diluída parece inofensiva; era mejor verla así que escurriendo por mis muslos, roja, intensa, mejor que verla en fragmentos casi negros cuando dejaba de correr por el cauce que se hacía no sé cómo.

Abrí la llave, hundí la cabeza, escuchaba la corriente como si estuviera de nuevo a la orilla de mi río blanco: líquidos que se estrellan en los afilados cuarzos, cantan, rezan, suplican a la vida que renueve el día, le llevan ofrendas, cáscaras de frutos, hojas secas. 

Cerré la llave. Volví a perder la cabeza entre las aguas; es curioso cómo los oidos dejan de escuchar lo de afuera y se abren a los sonidos internos: un fuelle, mi respiración, calma a pesar de todo, o por todo, casi nunca se agita, por el contrario, a veces parece que me olvido de respirar; un latido, mi corazón, ¡víscera pura!, pienso, me reclamo, ¡no siempre se puede dejar la razón!, aunque ella no entienda. 

Regreso. Miro la superficie del agua casi horizontalmente, se estremece, de a poquito, parece viva, respira. No soy yo, mi ritmo es ligeramente más lento, quizá es mi sangre la que se mueve, oculta, ya casi no se ve. La suelto, dejo que se vaya lo que nunca ha sido, escurre por dentro desde mi ombligo, ¡esto es vientre vacío!, pienso, me consuela saber que en los abismos se gesta lo posible, aunque yo no haya anidado más que ausencia.

Subo los pies. Asoman los dedos y la mitad de los empeines, el reflejo los duplica. Pienso en los rumbos, en mi incapacidad para decidir el camino que habré de tomar; soy encrucijada, no es que no siga los senderos, es que las bifurcaciones me acompañan desde que escuché que en el sur las cruces hablan, pienso que hay que oirlas, aunque casi nunca digan nada. Me quedo esperando. Cuando me alejo siento miedo, una tristeza infinita, como si fuera a perder la oportunidad de hablar con ellas.

Me levanto. Recojo las piernas, me abrazo las rodillas. Miro el reflejo de mi cabello en el agua, anémona, quisiera ser una, flotar si me suelto de la vida, seguir las corrientes, sentir mi presencia cuando el sol me alumbre los filamentos. Siento frío en la espalda. Pienso de nuevo en la sangre, ni rastro de ella, está, lo sé porque el agua sigue respirando en círculos, sin ella no se movería, tampoco yo.

Quito el tapón de la bañera. Dejo que el agua se vaya. Tarda, quedo a la espera mirando mis manos que se hacen cuenco, no sé por qué siempre las veo, supongo que busco en sus líneas alguna respuesta, pero no pregunto, los signos de interrogación no deberían existir, mejor las cruces, al menos ellas guardan silencios que no lastiman, nadie espera realmente que hablen.

Por fin. El frío se instala en mi cuerpo, tiemblo. Entre mis pies inicia el remolino, se revuelve el agua que lleva mi sangre, fluye, se va, me deja. Permito su partida, aunque haya sido sólo posibilidad, vacío, pérdida, ausencia; la nada se gesta desde el rojo, diluída marea.  

  

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