Lluvia de día ©

Escurre el mundo. Miro tras el cristal. El agua se desliza por la ruta del azar, sendero conocido que se camina más de una vez, siempre a nuestra suerte que es sinuosa parábola. Conozco el paisaje de mi destino, su pasado me regala reliquias, fragmentos de estaciones en las que fui descansando: alegría con vino rosado, espumoso, frutas como soles en rodajas amarillas; tristeza de hojas secas, a veces incluso molidas, polvo de oro envejecido a fuerza de llorar sobre el hombro del alquimista; la nostalgia llega entre nubes grises, preñadas de lunas de octubre, bajo el brazo lleva dos hogazas de pan que prometen saciar el hambre del futuro; la serenidad es más simple, tiene el color de las avellanas.

El agua, aunque venga del cielo, no cae siempre de la misma forma. Sobre el barandal, las gotas se estrellan de lleno, rebotan multiplicadas, se fragmentan en miles de cuentas diminutas que no se sabe a dónde van a parar; en la ventana, llegan de lado, se pegan como pequeños pulpos traslúcidos, mirando el vacío sin miedo, el peso les gana, resbalan suaves, recogen a su paso los restos líquidos de otros andares.

Escurro yo también, voy deslunándome: cada noche un pedazo se cubre con la sábana negra y parece que ya no está, pero está, como estoy, detrás de las palabras, a veces bajo ellas, entre escombros de letras que no hacen oraciones porque se cansaron de rezar: mejor cantan. Pero ni la luna ni yo nos vamos, sólo jugamos a desaparecer para mirar por un momento los ojos de quienes empiezan a buscarnos. Somos sonrisa, lluvia de día que se evapora, sube contenta oliendo a tierra, a mundo que escurre, que viene del cielo.  

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