Mujer-árbol ©

Lo confieso: más de una vez llegué a creer que había nacido con la tristeza pegada al cuerpo. Hubo mañanas en las que descubrí nuevos surcos sobre mi piel, rios de sangre seca; entonces llanto, me humedecía con lágrimas para ser placenta, amniótica, entraña entera, por dentro y por fuera.

Me vi desierta, con dunas que retaban al sol pintando sombras en el horizonte, perfiles de árboles negros que sólo existían en selvas lejanas; entonces grano, me aferraba al borde de la arena, minúsculo pedazo de vida que emergía por la noche, me embarqué rumbo a la luna en busca de mi marea.

También me soñé casa deshabitada, con tapias en las ventanas, sábanas sobre los muebles y un jardín olvidado, conquista de hierbas malas; entonces hato de palabras, luminoso haz, me filtraba entre las rendijas del alma para escribír los epitafios en el tronco de un árbol; sepulturera, enterré a mis muertos poco antes de la mudanza.

Con el tiempo aprendí que las mujeres somos árbol con el alma de agua, que somos líquidas, que nacemos en el subsuelo para llenar los cauces vitales del universo; entonces gota, llovemos riendo sobre los ríos; entonces raíz, tejemos cunas con frutos y ramas; entonces llama, nos abrasamos para encender hogueras; entonces luna, imán que mece las corrientes internas; entonces tierra, siembra de cuencas que se hacen llano; entonces vida: la sangre no era mía, aunque sí el llanto; la arena no era mía, aunque sí el barco; la casa no era mía, aunque sí el árbol.

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