Alba ©

Trabaja en intentarse,
no se espera.

Traduce su otra
a límites posibles.

Dialoga
con su mitad amordazada.

Forjándose entre dudas
de verdad ambígua,
se da a luz.

(Maria Gabriela Piccini)


De entre las miles de respuestas acumuladas a su alrededor, Alba extrajo una pregunta: aprisionó, entre el pulgar y el índice, la esquina del signo de interrogación inicial y la fue jalando hacia arriba hasta que quedó frente a sí. La frase suspendida se balanceó brevemente de un lado al otro, mientras ella se cercioraba de que estuviera intacta. "¡Ahí está!", exclamó, y acarició con un dedo el punto que cerraba la interrogante. "¡Taimado!, siempre oculto bajo el signo que continúa, nunca das por terminada la historia".

Alba nació en el último filo de la madrugada, justo cuando el sol, aún oculto, despejaba de lejos la noche, con esa luz tenue que anuncia su llegada. Sin embargo, no fue por el amanecer que la llamaron de ese modo, sino por la palidez de su piel que a penas contrastaba con el cabello rubio, casi platinado, y con los ojos azules de agua clara. Alba era blanca, blanca en una tierra morena como las manos de la partera que la sostuvieron cuando salió del vientre de su madre.

Su padre, arqueólogo alemán, esperaba afuera de la habitación donde era atendida su esposa: las costumbres del lugar así lo indicaban. “En estos parajes, la maternidad es cosa de mujeres, ya lo sabes Abelardo”, le decía Louise, acentuando la última letra del nombre de su marido. Ella, escritora francesa, amaba la “o” que la traducción al castellano regalaba a Abelard, suavizando incluso, aseguraba, la fisonomía de aquel germano tosco con el que se había casado.

Louise se había empeñado en tener a la primera y única hija de la pareja conforme a la tradición de los Altos de Chiapas, región en la que se habían instalado hacía un año, cuando Abelard aceptó dirigir un ambicioso proyecto, financiado por la Fundación Alexander von Humboldt en Palenque. Estuvieron sólo un par de semanas en la selva. Louise se quejaba del calor y la humedad; por eso decidieron vivir en San Cristóbal de las Casas, aunque ello implicara la ausencia de Abelard durante días. La verdad es que la escritora no resentía la situación: le gustaba estar sola y, aunque se alegraba cuando su marido volvía, sentía cierta tranquilidad cuando se iba. El mismo tipo de alivio que sintió Abelard, cuando supo que no estaría presente durante el parto.

Desde niña, Alba se relacionó de manera especial con las letras. Cuando pudo dormir sola, lo hizo en un cuarto que su madre decoró llenando de frases inconexas las paredes; sobre un fondo tan blanco como ella, aquellos garabatos parecían moverse de noche y los dedos infantiles de Alba se entretenían por horas recorriendo la caligrafía de tinta china, hasta que un día, casi sin notarlo, supo qué decían: “de mar la madrugada”, se leía al centro; “el olor de las ciruelas” se acomodaba en la esquina izquierda, rodeando ondulante el apagador de la luz, junto a la puerta; “quemante estancia” bajaba desde el techo, por la diestra, y abarcaba un pedazo del siguiente muro, burlando la esquina con un breve espacio entre las dos palabras.

Cuando cumplió diez años, Alba recibió con gran alegría lo que consideró, durante mucho tiempo, el mejor de los regalos: un juego de mesa. “Scrable”, leyó sobre la tapa de cartón y se demoró un poco mirando fijamente el dibujo de las fichas blancas con letras negras. Se olvidó de la fiesta; renunciando al pedazo de pastel de manzana que su madre hizo, fue corriendo a su cuarto y dejó caer sobre el piso el contenido de la caja: apartó el tablero de colores y las barritas plásticas que servían para acomodar los pequeños cuadros color marfil donde se afianzaba cada letra y se rodeó de ellos para irlos mirando; no pudo evitar fruncir el ceño cuando descubrió un pequeño número en la esquina superior izquierda de cada pieza, pero lo pasó por alto y empezó a formar frases, como las de las paredes, sobre el barro encerado del suelo: “la rubia niña lloraba”, un fragmento del primer cuento que su madre escribió para ella.

Para Alba, su padre era como la noche: recurrente, pero oscuro, frío y distante; lo veía llegar cada dos semanas, sacudirse el polvo de su vestimenta antes de entrar a la casa y sentarse a hablar por horas con su madre. Lo quería, sí, pero odiaba que Louise guardara las páginas escritas, horas antes de que él arribara. Su casa dejaba de estar en ese silencio tranquilo que era roto sólo por el sordo sonido del teclado que su madre usaba toda la mañana y el olor del café se atenuaba. Con su presencia, también se terminaban las noches junto a la chimenea, cuando su madre le leía lo que había escrito, casi siempre cuentos, pero a veces también poemas y frases sueltas que prometían entrar dentro de los márgenes de algún texto fantástico. Ella y su madre se ponían tristes y sólo volvían a alegrarse cuando Abelard empacaba los reproches junto con la ropa limpia que se llevaría nuevamente a Tuxtla: hacía tiempo que se había incorporado como investigador de tiempo completo del Instituto Nacional de Antropología e Historia.

“Los mayas que él estudia no son los mismos con los que nosotros convivimos todos los días, Alba”, le decía su madre arrastrando la oración hasta hacerla sentencia y llenarla de melancolía. “Él no entiende a la gente de acá, no sabe por qué tú yo somos felices comiendo los tamales de chipilín que nos ofrecen sus manos de cobre”. “Yo no quiero volver a Europa, Alba; la próxima semana cumplirás 16 años, eres lo suficientemente mayor como para decidir si te quedas conmigo o te vas con tu padre”. Alba guardó silencio. No le resultaba difícil elegir, pero sabía que apresurar la evidente respuesta no era lo que de ella se esperaba. Se quedaría, sí, dejaría partir a su padre como siempre permitió que se fuera: un beso en la mejilla y el silencio prolongado que ambos se dedicaron todos los días de su vida. “Sin palabras”, era para entonces la frase favorita de Alba.

De su padre nunca oyó más que preguntas: “¿Por qué te empeñas, Louise?, en Alemania Alba podría ser atendida, ¿no lo entiendes?, ¿crees que puedes tenerla encerrada en esta casa, rodeada de personas que no son su gente, así, incomunicada del mundo? Ella necesita atención especializada, ¿no te das cuenta?” De su madre siempre fluyeron respuestas: “Alba no necesita médicos, Abelardo, ella es feliz; el encierro no se lo impongo yo, ella vive en su mundo y soy yo quien se ha venido a encerrar con ella, porque quiero, porque me da la gana. Su gente es está, aunque a ti no te guste y sólo en este sitio ella podrá seguir siendo como es. No me voy, si quieres intenta llevártela, ella puede elegir, lo sabrás con sólo preguntárselo”. “¿Cómo crees que voy a preguntárselo, no me habla, de hecho no habla con nadie, Louise, por favor, entiende la situación”. Su madre no cedió y el padre decidió dejarlas.

Abelard no le preguntó a Alba. Como siempre, se fue sin mediar palabra, pero esta vez no buscó la mejilla de su hija que, en un rincón de la pieza, cosía letras de felpa, uniéndolas por los bordes que podían juntarse para formar palabras y luego oraciones completas. A su alrededor se dispersaban las figuras de tela; algunas, ya unidas, formaban montoncitos en los que ella hurgaba para dar con la frase exacta. Miró la espalda de su padre y extrajo una pregunta: aprisionó, entre el pulgar y el índice, la esquina del signo de interrogación inicial y la fue jalando hacia arriba hasta que quedó frente a sí. “¿Me quieres así, frágil y callada como el alba?”

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