Guardianas de las aguas ©

Karina no lo había elegido. Nació así: rubia y blanca, con el cabello rizado que un día la condenó.

“Tú eres de las aguas”, le dijo un niño cuando ella miraba atenta el atrio de la iglesia. “¿Perdón?”, contestó intrigada. “Tu cabello es como las ondas que se escurren por las piedras de la cascada”. “¡Guau!” –dijo divertida– muchas gracias, jovencito, le auguro éxito en el arte de halagar a las mujeres cuando sea mayor”.

El chico la miró desconcertado. “No tienes más de 11 años, ¿verdad?”, siguió ella, ignorando la sorpresa de aquel niño tan serio. “Casi 12. Para nosotros, los mayas, la gente como tú son guardianas de las aguas”, dijo él y se fue corriendo. A mitad de la calle se detuvo y, cerciorándose de que ella aún lo veía, le gritó: “Ve a la caída de agua, sé que te esperan”.

Caminó casi dos kilómetros para llegar a aquel lugar. La humedad de las hojas trepaba por sus piernas y el frío se le instaló en algún sitio detrás de las costillas. Decidida, cruzó el bosque; intuía el camino con ayuda de un suave rumor líquido que parecía llamarla.

Sin detener sus pasos, logró ver entre las ramas de los árboles la orilla de un río y se estremeció, cuando detrás de una roca, salió el chico con el que había hablado por la mañana. “Me asustaste”, le dijo casi en un grito. Él sonrió y comenzó a quitarse la ropa. “Ven, vamos a nadar, güerita”. “¡Chamaco calenturiento!, ¿crees que voy a desvestirme para que me veas? Eres un nene, no deberías estar citando mujeres en el bosque: no sabrías ni qué hacer con ellas”. “Yo no, pero mis amigos sí”.

No supo de dónde salieron los cuatro hombres que se abalanzaron sobre ella. Sin mediar palabra, le arrancaron la ropa y la violaron. No opuso resistencia. Sin dejar de mirar el cielo, que pintaba violeta, sin llorar, sentía el crujir de las hojas bajo su cuerpo.

“Gracias, Chucho –escuchó una voz– “esa historia maya de las guardianas de las aguas siempre funciona. Ya te tocará gozar de las güeras cuando crezcas.”

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