Ciruelas ©

Como ciruelas un poco porque sí y otro poco por sentido estético. La primera que probé era del huerto de mi abuelo. La descubrí una mañana al pasar cerca del altar para los muertos. La robé y corrí a esconderme en el tapanco oscuro donde aguarda el maíz de la última cosecha. Me senté sobre un jacal abandonado, puse la fruta bajo el único rayo de luz que entraba por un pequeño hueco en el techo, la miré atento. Con la misma calma con que ahora observo tus piernas, iluminadas por la claridad que se escurre entre las persianas.

Tenía entonces siete años y sobre mi mano aquella ciruela brillaba. Era del color del jarabe para la tos que me hacían tomar cuando estaba enfermo. La maravilla era su redondez sutil, casi perfecta, como la línea que se abulta, de perfil, tenue, por debajo de tu ombligo. No sé por qué, pero la acaricié del mismo modo, casi religioso, en que paso mi palma derecha por las cumbres de tu cadera.

Luego la olí: acerqué mi nariz, respiré hondo: trataba de aprisionar el delicado aroma que despedía su piel madura, como cuando intento retener el humor que se desprende de tus muslos entreabiertos y recuesto mi cabeza en tus rodillas flexionadas; éxtasis, casi en trance me abrazo como niño de tu última porción.

La lamí, sentí deslizarse entre mis labios la carne tersa. Me demoré a propósito en un costado de ella, igual que ahora lamo, despacio, la orilla de tu seno izquierdo. Quería ablandarla sin morderla, como a ti, a fuerza de saliva y placer en espera.

Llegó el momento: la tomé con ambas manos y hundí su centro con fuerza. La abrí. Sentí cómo se desgajó la pulpa y el jugo derramándose en un vertiginoso recorrido que se detuvo en el codo de mi brazo derecho. Así, como ahora hurgo en tu interior y dejo que resbales líquida sobre mis ansiosos dedos.

Después la nombré: “ciruela”, las sílabas se me enredaron en la lengua, como ahora tú buscas enroscarte por mi cuello. La mordí. El sabor agridulce estalló entre mis encías, bajó por la garganta y se me alojó en el pecho, de la misma forma en que te has ido instalando en mi vida desde aquella vez que te escuché jadear debajo de mí, sintiéndome tan dentro.

Por la noche, cuando me desvestía, mi abuela encontró en el bolsillo de mi pantalón el huesito de la ciruela. No quise tirarla: la enterraría en tierra fértil para que algún día se hiciera árbol, como cuando dejo mi semen en ti. Mi abuelo se mostró indignado con el nocturno hallazgo; decidió que el hurto debía pagarse: allá fueron los cinco pesos de mi domingo. Pasé la noche en vela.

Fue la primera ve que pensé en mi suerte. Así, como ahora dejo un billete rojo sobre la almohada y salgo de tu cuarto pensando: “Cecilia, yo te busco como a las ciruelas: un poco porque sí y otro poco por sentido estético”.

1 comentarios:

Mathrocker dijo...

Que texto tan intenso, me gusto. Es la onda como mezcla la inocencia de cuando uno es niño con la sensualidad que en algún punto de nuestra vida encontramos.