Esperanza ©

Desde que lo encerraron, empecé a visitarlo. Entraba en la celda sin hacer ruido. Él levantaba la mirada del libro que invariablemente tenía entre las manos, esbozaba una sonrisa cuando me veía y comenzaba a leer en voz alta. Era nuestro ritual. Nunca había más palabras que las que se descolgaban de sus ojos hasta sus labios, de a poco, pausadas. Me encantaba escucharlo. Las frases escritas en las páginas se volvían cálidas cuando él las decía. Es que él era así, como aterciopelado, dulce como jugo de naranja: acariciaba suavemente todo el tiempo, con la voz, con la mirada.

Tendría no más de 23 años. Su cara era de niño, pero sus ojos de color avellana eran profundos, como tristes incluso cuando sonreía. Tenía el pelo oscuro, ondulante y un poco largo, pero lo que más me gustaba de él eran sus manos: largas, morenas, delgadas, “de pianista”, como dicen algunos, aunque yo diría “manos de lector insaciable”; será porque las recuerdo sosteniendo libros, porque la palabra “insaciable” me la enseñó él una de esas veces en que me leía un poema: “seguro ni sabes qué quiere decir, ¿verdad?, Esperanza, hija menor de la Fe”. Él decía cosas así, como raras. Yo solamente escuchaba.

“Lecumberri, el palacio negro”, me dijo una vez, “Crujía H, Esperanza, esa es mi dirección ahora… ¡ve tú a saber por cuánto tiempo! Esos cabrones que nos encierran por defender la educación… como si fuéramos delincuentes, cuando los ladrones son ellos, ¡ladrones de la Nación!, ¡violadores!, ¡violadores de la autonomía universitaria!” Esa mañana escribió en una de las paredes “Libertad de expresión” y ya no leyó: se tiró sobre la plancha de concreto que le servía de cama; puedo jurar que lloraba, abrazado como un niño de la única cobija que tenía, un zarape de Jalisco, su tierra. Yo no pregunté nada.

Uno de esos días de visita, el ritual se modificó: cuando entré, me miró fijamente por un instante y no sonrió. Me dejó ahí, parada, sin hacer nada. En lugar de empezar a leer en voz alta para mí, se levantó del piso donde estaba sentado y empezó a recoger los papeles que tenía desperdigados a su alrededor. Callada como siempre, yo lo observaba formar un legajo entre las manos con las hojas ya ordenadas. Se sentó en la orilla de la cama y, con el pelo alborotado, me dijo: “Anoche ya no daba más, este encierro me mata. En algún lado leí que la mejor manera de no deprimirse es dedicándose a los demás, hacer algo en beneficio de los otros. Eso voy a hacer… Estuve toda la noche redactando un proyecto para alfabetizar a los presos. Así soy congruente: la educación es lo que puede salvarnos de este pinche sistema, siempre lo he creído… pues si me tienen acá metido, desde acá lucharé por lo que creo”.

Yo lo miraba absorta. Aunque parecía alterado, algo dentro de él estaba sereno. Había encontrado el modo de pasar el tiempo fuera de sí mismo y, aunque eso implicaba mi renuncia a las jornadas de lectura personalizadas, me alegraba por él. En eso pesaba cuando escuché gritos en el pasillo: “¿Dónde está el sabihondito ese?”. Por instinto (no lo puedo explicar de otra manera), él se puso en pie de un salto y yo me escondí debajo de la cama. No tardaron en llegar a la puerta dos hombres; iban acompañados de un custodio que sonreía maliciosamente, mientras quitaba el candado de la reja que les impedía entrar. “Nomás, chitón cabrones, yo no les abrí”, dijo el uniformado al tiempo que dejaba paso franco a los dos tipos que se veían enfurecidos.

“Ya te cargó la chingada, papá”, le espetó uno de ellos, empujándolo. “A ver, culero, ¿qué dice ahí?”. Él callaba. “Te estoy hablando, güey, no te hagas el muy digno, dime qué chingados escribiste en la pared”. “O ¿qué?, ¿le comieron la lengua los ratones al niño?”, preguntó el otro con evidente sorna. “Serán las ratas” contestó el primero. “Hijo de la chingada, las ratotas te vamos a poner en tu madre. Órale, cabrón: antes de que te rompa el hocico, dime qué puta madre pusiste en la pared”. “Libertad de expresión”, murmuró él. “Pendejo, ¿y eso qué quiere decir?, te veo muy ojón pa´ paloma, puras mamadas hablan ustedes los intelectuales, me cae. Nada que sirva. Que todo pa todos, que presos políticos, libertad… mamadas nomás”.

“Acá con tus pinches libritos nos limpiamos el culo, cabrón. A ver si vas aprendiendo que aquí la escuela vale madres. ¡Qué presos políticos ni que la chingada, güey! Ustedes son tan comunes como nosotros: el mole se nos riega a todos igual, culero. Ahorita vamos a ver si tienes sangre azul, pendejo”. Un golpe en la boca del estómago lo puso de rodillas. Desde mi escondite, escuché claramente salir el aire de sus pulmones: era como un fuelle descargado violentamente. Los dos hombres se fueron encima de él y todo se volvió confuso: se escuchaban los golpes sobre el delgado cuerpo de la víctima, algo crujía, algo se murmuraba, algo se gritaba, todo se mezclaba con la angustia de minutos que parecían ir lento.

Lo alcancé a ver: en posición fetal, sus manos de lector insaciable yacían ensangrentadas como flores marchitas sobre el piso de cemento. Entre los golpes que cimbraban su cuerpo, estiró el brazo izquierdo por debajo de la cama y me agarró con fuerza. Ahí estábamos los dos, vibrando con cada puntapié que él recibía de lleno y yo sentía atenuado cuando el golpe ya había recorrido la mayor parte de su carne magullada. Sólo gemía de vez en cuando, como a su pesar, en un murmullo sacado a fuerza por el dolor. De pronto, su silencio fue tan llano como el mío; se desmayó y las falanges que me aprisionaban fueron abriéndose, como si la conciencia acabara de perderse saliendo por la punta de los dedos.

No había resistencia alguna; inerte, su cuerpo se movía a voluntad de las patadas que los dos hombres le propinaban. Probé su sangre… aterciopelada, suave, dulce como jugo de naranja. De repente, sentí sobre mí una mirada y supe que me habían descubierto. “Espérate, cabrón, deja de patearlo”, dijo uno de los hombres mientras me veía fijamente. “Que te esperes, güey, déjalo ya, nos va a cargar la chingada, cabrón. Ya valió madres, ahora sí la puritita mala suerte no caerá encima, valedor. Mira lo que tiene en la mano, culero”. “Un grillo”, contestó el otro. “No es un grillo, pendejo; ¿no ves que es verde? Es una esperanza... una esperanza”.

Fotografía: Laura Natalia Vargas 

2 comentarios:

Liliana dijo...

Tania, ni siquiera puedo escribir, estoy impactada y mis lágrimas brotan y brotan, que no puedo ver con claridad mi teclado...

Anónimo dijo...

El alma grita una suave palabra,
que invita a descubrir, a encontrar,
esa palabra que no se escucha,
esa palabra que no se siente,
esa palabra que no se ve,

Esa palabra que es “esperanza”,
porque esperanza eres tú,soy yo,
esperanza somos todos.
Felicidades! Hermoso y Emotivo!
Gracias.