La herida ©


Para que a las palabras se las lleve el viento, es necesario que lleguen primero a la garganta; las mías se atoran en la boca del estómago, desde allí sólo es posible escribir, hacer de la tinta trampa, para después leerlas, dejándolas salir como río en las escalinatas de alguna universidad oculta entre callejones.


Los que esperan, lo hacen sentados en los escalones; no tienen necesidad de guarecerse: esta historia sólo moja a quien la cuenta, sus letras son incapaces de remontar la distancia. El pasado sólo toca a quien de él ha formado parte. 

Abajo, sin esperar nada, intuyo las luces azules y rojas de una torreta en silencio; luego supe que fueron dos, ninguna con el poder de alumbrar las hojas blancas que sostuve entre las manos cuando leía. Más oscuro era el pasaje entre mis letras hechas voz y los oídos de quienes las hacían quizá una imagen, tenebrosa pero ausente, lejana.

Después de los aplausos, el frío infinito se cuela entre mis huesos: me siento sola, como sola se queda quien habla de esa manera, mostrando la herida que nadie quiere ver.

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