El rincón ©


Si no fuera porque está lloviendo, escribiría ahora mismo en aquel lugar, el sitio que prefiero de mi casa. Sucede que sobre él hay una gotera, pequeña cascada casera que lejos de agobiarme me hace sentir feliz. Podría, pienso en este momento, sentarme bajo el agua con mi sombrilla transparente-con-estrellas-blancas, de cuarenta pesos, adquirida en un semáforo tan esquina como mi rincón, pero es complicado escribir al tiempo que la sostengo. En fin, que no, que me quedo en el dormitorio y desde acá me obligo a recordar ese espacio que esta noche me es prohibido por causas de afluente mayor. No es la primera vez que hago tinta a propósito de ese lugar, escribí algo al respecto cuando el rincón se vio colonizado por un árbol:

El verano pasado creció un árbol en la cornisa del edificio. A pesar de que hundió las raíces lo más que pudo, horadando el techo en busca de algo que no fuera cemento y yeso, sólo alcanzó a hacerse rama; una sola, bífida. Como horquilla leñosa que recoge el cabello del día, se mantiene ahí, cadáver, no conserva las hojas. Hace un par de semanas comenzó a llover; en la esquina de la sala se formó una gotera: clac, clac, se escuchaba con precisión de relojero, clac, clac, insistía en caer el agua sobre la maceta. Supervisamos el techo: no había nada que explicara la lluvia por dentro. Pocos días después cayó un pedazo de yeso, dejó desnudo el cemento; asomaron por el hueco las raíces, las más pequeñas, hilachos vegetales sin vida conduciendo el agua con precisión, como si lloraran la ausencia que antes les causara la muerte. Aunque difunta, resultó ser cauce la rama. Clac, clac, se sigue escuchando en la sala; dejamos de regar la planta de la maceta: mejor que por ahora viva bajo el pedazo de cielo, regaló de aquel árbol que formó aguacero. 

Cuando lleguen las secas, me prometía entonces, repararé el techo sin arrancar las raíces que nos hacen arcilla, “polvo fuimos, no será en polvo que nos convertiremos”, me dije. La verdad es que arribó un nuevo verano, con el sol vinieron algunos cambios: moví la maceta a la esquina de enfrente, ahí donde la sombra la resguardara y en su lugar coloqué un puff rojo-de-textura-suave, tan gota como la lluvia nacida en cautiverio que acecha en mi rincón; ahí es donde me siento a leer, obviamente cuando no está lloviendo.
El sitio que prefiero de mi casa es un fragmento; quiero decir que no es una pieza completa, sino un pedazo de la estancia. Como buen rincón, hace esquina; el vértice lo forman el muro principal de la sala y el lado izquierdo del ventanal. No es raro que prefiera la ubicación hacia el Sur, ni que una de las paredes sea transparente: algo afuera me llama, no lo suficiente como para desear estar del otro lado, pero sí con el afán de quien atisba el mundo con frecuencia. Cuando me siento ahí, recargo la espalda en el último tramo de la pared que es blanca y mi costado derecho se limita con el final del sillón más grande de la sala, de- tres-plazas-rojo desde que cambiamos el tapiz original tan desecho como los retazos de vida que quedaban poco antes de la penúltima mudanza. Frente a mí, lo suficientemente cerca como para tocarlo con los pies si me estiro, queda el perfil de un mueble difícil de clasificar: una suerte de cómoda larga con puertas corredizas,  recubierta por completo con mosaicos de madera, herencia obligada de mi madre que no supo qué hacer con ella.
La “cómoda”, incluso vista de lado, me recuerda el andar de mi familia materna: al fin son gitanos, en cada mudanza llevan consigo la caravana completa. Eso es exactamente lo que pasó cuando era niña: llegamos a Ciudad de México trayendo hasta el último de los objetos que amueblaban una casa enorme en Zacatecas y los metimos en un espacio mucho más pequeño, para luego repartirlos entre los tres departamentos que ocupamos con los años mi madre, mi hermano y yo. Así, aquellos muebles de “marquesita” (“un estilo de carpintería precioso que ya no se hace”, diría mi madre) dejaron de hacer conjunto y andan dispersos: en la casa materna el comedor, con todo y trinchador, los sillones y la mesa de centro; en la de mi hermano el escritorio y una mesa para jugar ajedrez (sí, adivinaron, con los cuadros del tablero hechos en madera de dos tonos distintos); en mi casa, la bendita cómoda aquella que no hace honor a su nombre y la cantina (“cuidado y se deshagan de ellos”, sentencia mi madre, lo que explica por qué los seguimos teniendo, aunque dejamos a las polillas la tarea, si es que un día se animan, porque mi madre tiene razón: “son de una madera que todo lo resiste”).
Adentro de la “cómoda-preciosa-y-resistente-que-ya-no-se-hace” y que hay que mantener como herencia mientras las polillas sigan renuentes porque no es tan nada como algo ese pinche mueble, hay pocas cosas, muy pocas: velas e inciensos: Arriba, en el centro, el altar, o algo que yo llamo de esa manera: un contenedor cuadrado de madera negra lleno con piedras y caracoles (de mar, de río y de desierto) que he recogido en mis andares (tengo algo de los gitanos y sus caravanas); un espejo redondo de obsidiana sobresale del pedregal y sobre él se sostiene una tupa antigua que traje del Perú. En el centro de todo aquello coloqué una pelota de madera (perfectamente redonda a pesar de haber sido hecha con navaja por un jovencito rarámuri que me la regaló luego de que su equipo ganara la carrera en la que fue usada) y un pequeño plato de madera (intercambiado por tres collares de chaquira en el córima que entablamos Kandra y yo en la Sierra Tarahumara).
Ahí, en ese altar, cuando hay luna llena, dejo “serenando” el cuarzo del tamaño exacto de la mitad de mi palma que me acompaña, de-nueve-cortes-rutilado-con-vetas-de-oro, diminuta galaxia tan caracola pétrea como los espirales sonoros del Urubamba. Ahí, en ese altar, a veces pongo una veladora blanca y un vaso con agua para mis muertos; enseñanza de mi abuelo paterno que no era gitano, pero igual iba en caravana: lo acompañaban sus difuntos, sin pesar, como yo ahora lo llevo. El rincón, como verán, conduce a muchos sitios porque es entrada: desde él lo mismo se observa la sala o una acera por fortuna arbolada, que el terreno de los sueños y el camino de los muertos, ambos bienvenidos siempre en esta casa.

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