La última misiva ©

¡Qué bonito era recibir cartas!, de esas que venían dentro de un sobre, con timbres postales, manuscritas. 

Si en mi infancia tuve algún amigo imaginario, entrando a la adolescencia tuve uno a distancia. Tendría al rededor de trece años cuando descubrí en las últimas secciones del Segunda Mano el mensaje de un chico español que deseaba tener amigos por correspondencia. 

Ese día me demoré más de lo acostumbrado en la papelería de la esquina; elegí sobres de colores, y un bolígrafo de tinta sepia y punto fino que se volvió mi preferido. 

Me gustaba escribir a mano, pero no sabía hacerlo en las hojas adornadas que adoraba, necesité siempre que fueran cuadriculadas para que mis letras no se inclinaran más de lo debido; desde entonces se me daban las pendientes, cruzaba el papel sin darme cuenta formando un abismo. 

Por eso, a mi amigo allende el Atlántico, le enviaba mis cartas en hojas que arrancaba de mi cuaderno, pero siempre agregué como regalo alguna sin palabras de aquellas que tenían en los bordes enredaderas. Supongo ahora que al destinatario le habrá parecido extraño encontrar dentro de los sobres una hoja sin texto, pero nunca me preguntó nada.

Era curioso eso del "amigo epistolar", así le nombraba mi madre que observaba divertida el empeño con que yo podía pasar horas escribiéndole a un perfecto desconocido que, página tras página, me contaba de su vida a cambio de que yo le contara de la mía; aunque no teníamos la más mínima intención de algún día visitarnos en nuestros lejanos países, yo solía terminar las cartas diciéndole "aquí tiene su casa". 

Las cosas entonces eran distintas: no había "redes sociales" y lo virtual tenía un significado diferente; a nadie se le ocurría que el intercambio de tinta fuera preámbulo de algo más. El asunto era escribir y saber, algunas semanas después, que aquellas palabras habían sido leídas por alguien que contestaba a ellas. No importaba lo que las cartas decían, sino escribir y tener un lector cautivo que siempre alabaría cualquier cosa escrita.

Durante años fui conservando los timbres postales de aquel distante amigo, las cartas también; un día dejamos de escribirnos, no sé quién de los dos envió la última misiva, pero recuerdo que no hubo reclamos ni el menor llamado a reanudar aquello. 

Supongo que ambos encontramos la escritura en otros sitios. Yo decidí hacerlo para mí en un Diario al que llamé Nardo, un pequeño librito encuadernado en azul al que amé indeciblemente; tenía una cerradura dorada y del mismo color eran las letras que en la portada anunciaban Mi querido diario. 

Por supuesto, a mi hermano mayor le tocó en suerte violar mi privacidad de aún niña, encontró la llave junto con el libro y se armó el drama consiguiente cuando, a la hora de la comida, él contó entre risas mi amor secreto por un chico mayor al que todas amábamos sin decirlo. Nunca lo dijimos, ninguna, nos limitábamos a pasar con nuestro uniforme de la Secundaria por donde él vivía todas las tardes; él ni nos miraba, pero cada día iba a parar su nombre rodeado de corazones a nuestros respectivos diarios (lo supe porque varias hicimos tal confesión en el "chismógrafo" de la escuela).

Hace unos días encontré su nombre en aquel diario. Sus cartas no, quizá terminaron en la basura durante alguna de las múltiples mudanzas, es difícil cargar con todo, usted comprenderá, espero que lo haga; los timbres los guarda todavía mi hermano: poco tiempo después de que dejamos de escribirnos, se volvió coleccionista de tales objetos y yo se los dí para que los colocara en el álbum que para él fue una especie de diario, creo, sigue en su librero como si fuera algo muy preciado.

Lo raro es que en mi diario su nombre estaba escrito por usted, quiero decir que la letra era la suya, también la tinta verde con la que escribía y que recuerdo claramente. No me lo explico, usted y yo no nos hemos visto ni en fotografía y de aquellas cartas que nos enviábamos han pasado más de veinte años.

Me sorprendió ver su nombre por usted manuscrito, pero más asombro me ha causado notar que cada día usted toma una nueva hoja del mismo y deja en ella nuevas cartas, escritas por encima de lo por mí hace tanto escrito.

La lectura se me dificulta: usted sigue teniendo una linda letra, redonda y bien alineada, pero se confunde con frecuencia entre los riscos de la mía, a veces se pierde por completo, sobre todo donde hay alguno de aquellos corazones (coloreado por dentro con crayones) para el chico que vivía cerca de mi escuela y que, de paso le cuento, se volvió funcionario de gobierno y es un gordo insufrible al que no sé cómo pudimos dedicarle tantos suspiros las estudiantes, arremagándonos las faldas para ver si así un día volteaba a vernos.

El asunto es que yo sé que usted trata de decirme algo y no acabo de entenderlo. Por eso dejo dentro del librito azul este mensaje, junto con una hoja blanca de bordes ilustrados en la que usted podrá, si así lo quiere, escribirme una última misiva (la llave, ya lo sabe, está dentro de la cerradura). También sé que usted es de calidad fantasma, no sé si ello le permite visitar tierras lejanas, pero aquí, como siempre, tiene su casa.

Aurora  


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