¡Qué manera de besarse en otoño! ©


No fue difícil seguirlos: se distraían el uno al otro lo suficiente como para que mi presencia (y cualquier presencia en realidad) les pasara por completo inadvertida. Salieron de la estación de Metro Auditorio, iban tomados de la mano. Pude haberlo planeado, pero la verdad es que mi decisión fue instantánea, tan rápida que hasta a mí me tomó por sorpresa. Tampoco es que tuviera alguna cosa mejor que hacer: esperaba y tendría que seguir haciéndolo por casi cincuenta minutos más, los mismos que llegué adelantada a la cita por la que me encontraba allí (tengo un serio problema con la relación tiempo-distancia y si me he vuelto “puntual” es porque exagero la previsión, de modo que no es extraña para mí la espera).
Cuando pasaron frente a mí, ahora abrazándose por la cintura, me atreví a hacer un cálculo rápidamente: podría ir tras aquella pareja treinta minutos y volver a tiempo para mi cita. Lo anterior evidencia el problema que he mencionado, pues lo lógico es pensar que si he de caminar treinta minutos de ida, sería necesaria la misma cantidad de tiempo para regresar al punto de partida; por fortuna, la intuición no computa de la misma manera y esta vez no fallé: no hubo treinta minutos de caminata, sino diez, más veinte de espera, ahora colectiva, todos en fila para ingresar al Teatro de la Danza.
Con la finalidad de observarlos mejor, y en vista de que yo no ingresaría a ver el espectáculo de flamenco que se anunciaba, me senté sobre los escalones del edificio que quedaba aproximadamente a un metro del costado izquierdo de aquella expectante hilera. Reparé entonces en su vestimenta, los dos de negro y ese azul tan chocante de las falsas turquesas: azul el traje sastre de ella y los aretes, negros la camisa, los zapatos y las medias; negro el traje de él y los zapatos, azul la camisa y el pañuelo que sobresalía apenas por encima del bolsillo frontal del saco.
Siempre he creído que los zapatos, cuando se miran con atención, dicen por dónde se ha caminado; no sé por qué en los de él vi oficinas sin alfombras y escritorios apilados, mientras que en los de ella, será por las coquetas cintas alrededor de los tobillos que los sostenían y por los músculos marcados de las pantorrillas, vi escenarios con duela y rastros de bailarinas. Tan distintos me parecían, que imaginé entre ellos un reencuentro de tipo reunión de compañeros de Secundaria, cuarenta años después: llegaron ambos a la cita con la vida desvencijada, lo suficiente como para valorar de una manera distinta la relación de no tuvieron a los 13 años (a ella él la parecía tan soso, a él la más loca de todas las cabras).
Como el resto de los compañeritos nunca llegaron, acompañaron el café del Saborns con los relatos de su vida: siguió estudiando ballet hasta que ingresó a la Normal, quería ser maestra, “siempre me gustaron los niños, pero me dejaron de gustar”. No quiso tener hijos, decisión que terminó en divorcio 14 años después de que se casó “de blanco, como debía ser”; formó parte del grupo de danza folclórica de la Normal y terminó como maestra de baile, “¡vieras qué bonito es el huapango!”. Él siguió los pasos de su padre, “Contaduría, en la UNAM, luego, cuando él falleció, me hice cargo del minisúper, sí, ese mismo, el que atendía mi papá”; se casó en Michoacán, en Maravatío, “la foto nos la tomaron en el kiosko de la plaza que está bien bonito”, tuvo tres hijos con su difunta esposa, “murió hace dos años… los hombres no sabemos estar solos y mis hijos están en sus cosas”. Él no sabía, ella no quería, hélos aquí.
Volviendo de mis especulaciones, pensé en sacar del bolso un libro para fingir que leía, pero la verdad es que no era necesario hacerlo: ellos seguían absortos en el universo de dos que habitaban y el resto de la gente, como yo ahora, los observaba. De reojo, con expresión asombrada, haciendo muecas de desagrado, sonriendo divertidos o francamente escandalizados, todos los mirábamos, mientras ellos se besaban con urgencia, profundamente, como si los dos cuerpos se hubieran vuelto bocas, sin ojos, sin manos, sin pies, dos lenguas trenzadas por varios minutos que nos dejaron a todos inmóviles frente a la peculiar danza para la que no compramos boleto; ritual de cobras en celo… fuera de temporada.
“¡Qué manera de besarse en otoño!”, pensé, no sólo porque el día anterior oficialmente se había terminado la primavera, sino porque a aquella pareja la rondaba el invierno. Cuando dejaron de ser sólo labios,  reparé en los cuerpos ajados: en las manos (morenas las del él, las de ella tan blancas) de piel delgada, frágil, con la textura de las hojas de lechuga que pasaron la helada; en los rostros marcados como mapas hechos a lápiz; en las arrugas alrededor de los ojos (azules los de ella, los de él tan verdes) y en el violeta de la media luna que bajo ellos menguaba; en el cabello encanecido de ambos (el de él alisado a fuerza de gel, el de ella coronado por un frondoso aplique de largos rizos también plateados). Un par de viejos enamorados en tiempos de hojas secas, de aceras doradas, como jacarandás sin flores, vaina pura, bellísimas ramas que en lugar de secarse, huérfanas de brote, se hicieron savia.

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