Anfibia ©

Me detengo por un momento en esta curva, justo donde empieza la ilusión de que la vida (la mía, pero podría ser cualquier otra o la Vida misma) va recorriendo un camino más o menos en línea recta: si hemos de hablar de finales y comienzos, concédanme el placer de hacerlo a mi modo (al fin y al cabo no tengo otro que pueda por ahora ofrecer), desde este pequeñísimo espacio que marca la cima de la curva en que me he posado para pensar y decir sobre la espiral completa en el que estoy inmersa (yo y cada ser que viva, así sea de modos insospechados).

No soy simple, ¿quién podría serlo si ha renunciado a la tentación de mantenerse en las superficies? No, no tiene mérito, no vaya a pensar usted que está leyendo la malograda biografía (al menos un fragmento) de una heroína: cada vez que he caído lo he hecho sin mi consentimiento, a la fuerza, obligada por las circunstancias... Y por una parte mía (lo confieso) que se abisma con suma facilidad. Hay que decirlo: no escribo de caídas que puedan ser "cualquier caída", esas no son más que ligeros recordatorios de que somos homínidos puestos de pie para andar erguidos (¡vaya osadía más ociosa!) Tampoco es que haya recuperado fuerzas para salir del fondo: la única virtud que me corresponde en tales hechos es la de una curiosa paciencia para curarme las heridas, no dejo que alguna quede abierta, no me muestro al mundo sangrando, al menos no de muerte.

He caído tantas veces que, eso sí, tengo un interior bien acondicionado, agradable, una suerte de sala de recuperación para personas como yo, complejas y también complicadas. Con el tiempo me hice de un par de branquias: el interior tiene agua, mucha, a menos que se trate de algún desierto, pero eso sólo sucede a quienes caen con poca frecuencia y por esos parajes ya ni pasan; como yo me visito cada que caigo y caigo tan seguido, tengo de todo para sobrevivir en modo acuático (balsas, aletas y escafandras). Las branquias sin duda son mucho mejores aquí adentro, pero desde que las tengo se me dificultan las incursiones fuera de mí; de cualquier modo las practico lo más que puedo (tampoco es que me parezca buena idea dejar el mundo de afuera, amo mucho de lo que en él vive junto conmigo, amo a las personas, sí, aunque sean ellas las que suelen fortalecer mi deseo de volver al fondo).

Víctima no soy, tampoco lo pretendo, ¿qué clase de pretensión puede ser esa?, ¿víctima de quién, para qué? No entiendo esa manera de habitarse, como ciudad ocupada por voluntades que no son propias: eso es como estar pagando alquiler toda la vida; yo prefiero andar sin techo que sin mí. No, no es que no puedan herirme otras personas (pueden, lo han hecho, lo hacen), es que al final las heridas me las abro sola. No, tampoco quiero ser soberbia, tan pagada de mí misma que parezca que digo que ni para hacerme daño sirven los demás, es más complejo que eso: es que para lo que otras personas sirven (y no cabe duda que lo hacen bien) es para lo que no puedo darme sola por completo, para amarme, para alegrarme, para vivirme... Lastimarme es algo que sé hacer tan bien que.. eso: no hay quien me haya superado en la tarea por ahora... Y, bueno, tampoco es que esté buscando quién lo haga, conmigo tengo. Por cierto: gracias, pero no.

El año que dimos por terminado ayer tuve que aprender algo nuevo, nuevo y paradójico: debo comprender que no estoy sola. No es que lo haya estado antes, no es que no sepa cómo estarlo; todo lo contrario: lo que no he sabido bien cómo hacer es dejar de estar sola, conmigo, con mis heridas reparadas. ¡Qué difícil puede ser entender que no se está solo cuando nos hemos hecho al hábito de dejarnos caer hasta nuestros fondos para curarnos y volver ya no tan maltrechos! Es fácil compartir la alegría (aunque ahora se tienda a no ser generosos con ella o, peor aún, aunque ahora se pretenda inventarla a cada rato como si se pudiera). No, no es cierto, no es fácil compartir la alegría, es más fácil entregarnos los unos a los otros las desdichas, estar cerca de quien sufre para infundirle lo que nos está faltando: valor para mirarnos con minucia donde nunca nos escombramos. Sé brindarme consuelo y lo hago de manera espontánea con los demás, no me cuesta nada; ¡pero cómo me es difícil recibirlo! 

No estoy sola... Eso implica muchas cosas: no estoy sola para llorarme, no estoy sola para sanarme, no estoy sola para cuidarme, no estoy sola para alegrarme; no estoy sola para perdonarme, para herirme ni para herir (esa es la peor parte). No estoy sola porque amo, porque me aman. No estoy sola y, aunque esa compañía haga de mis incursiones Tania-adentro visitas menos inesperadas, sólo puedo agradecer todo lo que aquí no diré (porque de tan dicho no hace falta) y con precisión esto que digo: gracias porque ahora cuando caigo me levanto en la misma superficie, gracias porque voy a mi interior sólo cuando así lo deseo, con serenidad, con calma. Sepa usted que mi torpeza es anfibia: soy lenta sobre los guijarros pero me encanta tocar la arena en la que se convierten y estoy feliz en esta orilla de la espiral donde podemos estar juntos. 

0 comentarios: