Como un árbol ©

"¡Qué altos pueden llegar a ser los árboles!", me descubro pensando mientras observo a través de la ventana uno de los eucaliptos que están sobre la acera; ha crecido en la esquina de mi casa desde que yo era una niña y ahora está al menos dos piso por encima del edificio que le queda más cerca. Es con precisión esa referencia de contraste la que detona ese pensamiento que me hizo sentir, de pronto, un tanto avergonzada: me he vuelto más citadina de lo que siempre he creído ser, es decir, no, no es que no quiera serlo o que no me sienta una más de las habitantes de esta enorme urbe, es sólo que me pregunto si no llevo demasiado tiempo sin observar a mi alrededor con detenimiento. 

Sé que los árboles pueden ser enormes, los he visto muchas veces en los bosques y en las selvas. Si aquel día pensé eso no es por desconocimiento, sino por andar con la cabeza en otras cosas, en todas esas que no existen más que ahí dentro: en mi cabeza; fue por estar distraída, ocupada en preocuparme. Tampoco es una tragedia, digo, a todos nos pasa, la prisa tiene ese efecto: se observa poco y se piensa mucho más de lo debido.

Me gustan los árboles, me gusta ese árbol en particular, quizá porque está desafiando todas las normas de esta ciudad. Me sorprende que no haya corrido todavía con la mala suerte de otros eucaliptos que crecen sobre las aceras: vienen una mañana y los talan, así, sin más; dicen que no son árboles adecuados para estar en las ciudades, que sus raíces crecen horizontales y van dañando las estructuras de los edificios que tienen cerca. Su mala suerte comenzó cuando alguien decidió plantar alguno de ellos donde no debía... Así somos los humanos: un día plantamos sin pensar y otro día talamos de igual modo. Eso me pone triste. Somos crueles.

Por fortuna también es cierto que en este país gobierna la indolencia. Digo por fortuna sólo en este caso, pues es la indolencia la que ha permitido a mi árbol crecer al punto de ser mucho más alto que los edificios y eso, aunque al final termine quién sabe en qué tragedia (sea que que lo talen, sea que se desplome un día en que el viento lo agite con violencia), no deja de ser maravilloso: el recuerdo de que la naturaleza, sin tanto aspaviento, nos supera. 

Y es que los árboles no sólo desafían la altura creciendo tanto, también lo hacen plantándose solitos en sitios altos: justo arriba de donde estaba sentada cuando miraba el eucalipto hubo hace tiempo una gotera; el agua caía desde las raíces de una rama que creció en una fisura del techo, árbol en potencia en busca de su propio acantilado. Yo habría estado feliz de vivir con un árbol, hecho aunque no derecho, sobre mi cabeza. Por eso tardé más de un año en reparar el techo... Arrancar la rama con todo y sus raíces fue lo más difícil, estaba bien afianzada, no sólo a la estructura, también yo le servía de sustento: a veces soy así, como un árbol.    

  

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