Las cosas de mi abuelo (Primera parte)©

No miro nunca dentro de los ataúdes porque en ellos no está ya lo que de la gente quiero: la vida. Esto lo aprendí mirando el cadáver mi abuelo: yo tenía 11 años y había perdido a la persona que más he amado. Mi abuelo murió demasiado rápido, antes de tiempo y casi de un día para otro, de pronto la muerte se lo había llevado. 

Timbró el teléfono en casa, contesté yo, una tía me pidió que la comunicara con mi madre; yo no sabía de presentimientos pero ese día algo en el tono de la voz de aquella tía me animó a escuchar desde el otro aparato telefónico la conversación que iniciaba mi madre: "murió", escuché, supe que hablaban de mi abuelo y colgué, pero no entendí lo que eso significaba. Entró una nueva llamada que mi madre contestó: mi hermano le daba la misma noticia y le decía que estaba por venir alguien por mí. Mi madre me alistó para que yo asistiera al funeral.

Recuerdo ir en la parte trasera de una camioneta en la que también iba mi padre; yo sostenía entre mis manos un muñeco de peluche que alguien me dio, ahora sé que a modo de consuelo. No estaba triste porque no entendía lo que pasaba, era la primera muerte en mi vida: me entretenía mirando de noche la carretera que recorrí muchas veces con mi abuelo rumbo a su pueblo, siempre de día: parecía otra, no había manera de buscar el árbol más lejano como él me había enseñado a hacerlo para evitar marearme con el movimiento del automóvil ni de buscar figuras en las nubes para contarle a él que una de ellas había un gatito o una tortuga, pero sí olía el bosque y yo distinguía los olores porque mi abuelo me había dicho cuándo lo que olía era un zorrillo y cuándo era el musgo mojado porque había llovido; aquella noche descubrí que había también otros olores: el de las flores nocturnas, el del cadáver de un perro atropellado que nadie levantó, el de los grillos apachurrados sobre el asfalto que me daban pena porque esos los había visto vivos cuando vivo también estaba mi abuelo.

A mi abuelo lo velaron en la casa de uno de sus hermanos: en el centro de la sala estaba su ataúd abierto. No sé por qué me animaron a acercarme, me dijeron que debía darle un beso a mi abuelo para despedirme; lo hice, me acerqué despacio y miré adentro de esa caja, pero no vi en ella a mi abuelo, vi su cuerpo pero no era él, estaba segura de que alguien se había equivocado pero no me atreví a decirle a nadie lo que sucedía: parecían todos tan tristes, tan dispuestos a seguir llorando, que no me pareció prudente hacerles notar que dentro del ataúd no estaba mi abuelo aunque estuviera su cadáver y se le pareciera tanto. Me acerqué pero no le dí un beso como habían ordenado: dije muy quedito en el oído a aquel muerto para que sólo él me oyera: "ya sé que no eres tú, tú ya te fuiste de aquí". Desde aquel instante supe que lo demás era lo de menos, por eso me fui al patio a mirar a los gansos, de lejos porque mi abuelo me había contado entre risas que cuando era niño un ganso lo había correteado, que eran como perros, guardianes de las casas pero nada amistosos.

Al día siguiente hubo una misa, la primera en la que comulgué aunque nunca hice la Primera Comunión y jamás me he confesado. Recuerdo un tenue sabor dulce que me alegró un poco y luego el lío de intentar no hacer muecas por no poderme tragar la hostia que se pegaba al paladar. El ataúd estaba otra vez en el centro y ahí dentro el cadáver sin mi abuelo, pero tampoco entonces le dije a nadie que yo sabía que no estaba en él mi abuelo. De ahí salimos rumbo al panteón; por supuesto, hubo un entierro y hay una tumba que nunca visito. Me despedí de él varios días después cuando sentí que por la noche se sentó en mi cama, cuando lo vi cruzando la avenida rumbo a mi casa, cuando sonó el teléfono y del otro lado hubo un largo silencio sin que yo colgara. Con mi abuelo hablo en sueños, en uno de ellos me dijo que escuchó cuando le dije que no estaba en ese muerto, nos reímos juntos recordando aquél secreto.

A pesar de la certeza de que no era él, no he podido olvidar el cadáver de mi abuelo, la sensación de estar velando a alguien desconocido, la rareza de saber que más que alguien es algo: el cuerpo vacío, la ausencia de vida, eso que llaman muerte. En defensa de lo vivo me propuse hace unos días reunir en mi memoria (y en este texto) los recuerdos que conservo de mi abuelo, de su vida, de quien era y sigue siendo la persona más amada en mi historia, la única con la que me confieso para seguir comulgando si por casualidad un día me encuentro dentro de una iglesia cuando se están repartiendo hostias a las que vuelve dulces el sabor de la transgresión secreta. A mi abuelo no le hubiera gustado eso, tenía sus cosas: era católico en serio, pero también el ser humano más bondadoso sobre la Tierra.

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