Memorias crónicas (Primera parte)©


Crucé la frontera el 1 de enero a media tarde. Había terminado una de las primeras prácticas de campo que hice siendo estudiante de la Licenciatura de Etnología. Regresaba a casa sin más que el dinero para pagar un café y algún pan, una noche en el hostal y el boleto del avión que me devolvería a la mañana siguiente a la Ciudad de México. 


Había pasado un mes en Guatemala, a orillas del Lago Atitlán que incluso años después siguió apareciendo en mis sueños con las aguas bordadas. Pensaba en la posibilidad de hacer mi tesis sobre los sueños que aseguran tener las tejedoras tz'utuhiles de San Pedro y que luego plasman en maravillosos textiles.



Hacer trabajo de campo en una localidad donde más de la mitad de sus habitantes habían sido asesinados no fue fácil. Las fotografías de hombres y mujeres en las paredes del palacio de gobierno local daban testimonio de las masacres que llevaron a los sanpedrinos a sacar al ejército de su poblado y a hacerse cargo ellos mismos de su seguridad. 



Las tejedoras con sus telares amoldados a la cintura hilaban lo que habían soñado: patrones coloridos, trazos del universo y sus confines. Me sentaba cerca para observar su trabajo y pescar al vuelo los fragmentos en español que me lanzaban mientras entre ellas hablaban en su idioma. A veces me parecía difícil distinguir los hilos entre sus manos de los que se asomaban por trechos entre sus trenzas.



Mezclaba yo junto a aquellas hilanderas los sueños y las telas, como si la lana proviniera de algún lugar en su interior; de algún modo era así: se hacía hebra en su cabeza mientras dormían, bajaba después a las entrañas para entintarse y sólo cuando eran una misma criatura tejedora y telar los hilos de colores aparecían entre sus manos. 



Maximon, el Santo que se fugó de la Iglesia estaba por todas partes. De noche sobre todo, me aseguraban. Hay que andar con cuidado porque Maximon tiene muchas mañas, fuma y bebe, “y si te mira canché y colocha te le puedes antojar”. Un carpintero me regaló una figura de Maximon, tanto preguntaba yo por él que decidió hacerme uno para que me cuidara. 



-¿Pero cómo me va a cuidar?, de él me dicen puras cosas malas.



-No creas mucho, hace maldades pero también cura. Eso sí, hay que tenerlo en su casa y contento, darle su cigarrito y sus copitas, porque antes de ser santo fue un hombre malo, un ladino.



El resto de las historias me estremecían. San Pedro Atitlán formó parte de lo que hoy se reconoce como genocidio. Pueblo chico, al fin y al cabo, los muertos no eran desconocidos: asesinaron a sus padres, a sus hijos, a sus hermanos, a sus primos, a sus compadres, a sus amigos. Los mataron en la milpa, en la plaza, en la tienda, los mismo de día que de noche, en la tarde, de camino al monte o a su regreso. 



-El ejército nos emboscaba. 



-¿Por qué? 



-Por matarnos. 



-¿Pero por qué razón mataban a la gente?



-Los soldados no necesitan razones. Decían que buscaban guerrilleros pero mataron niños y mujeres. A las mujeres las violaban primero. Mataban parejo, mataban por matar. Hasta que nos juntamos todos y los sacamos del pueblo.



A mi regreso cargaba la mitad de mis cosas porque las de la otra mitad las obsequié a quienes me las habían pedido, pero traía también conmigo esas historias que no eran mías… y pesaban. 



Luego de encontrar hostal para pasar la noche me senté en una cafetería en el centro de Tapachula para cenar ligero porque no alcanzaba para más, ya comería bien en mi casa al día siguiente. Alcancé a pedir un café cuando se me acercó un muchacho, traía una guitarra. 



-¿Te canto algo?



-Te diría que sí, pero no traigo dinero para pagarte, apenas me alcanza para el pan ahora, ya cuando llegue a mi casa comeré algo más. 



-Así ando yo también. No traigo nada. Pero mi casa está bien lejos, soy de Costa Rica, ando sin papeles. Me quiero regresar pero no puedo, no tengo con qué ahora. 



-Un café sí te invito, siéntate



-¿Y tu pan?



-Me alcanza para mi café, otro para ti y el pan lo partimos en dos. 



Siguió una larga charla que a él le sirvió para desahogarse, según me dijo, y a mí para dejar de pensar en los muertos que había del otro lado. 



Por la mañana, cuando salía del hostal para ir al aeropuerto el muchacho de la guitarra estaba en la puerta, me esperaba. 



-“Oye, ayer salió una serenata y me pagaron. ¿Tienes tiempo?, te invito a desayunar y te acompaño al aeropuerto.



-¿Cómo crees? 



-Así nada más, creyendo. Anda, ayer me invitaste un café y yo nadita había comido, acéptame la invitación.



-Está bien, pero vamos ya porque tengo que llegar al aeropuerto y ni sé cómo irme. 



-“Yo te llevo y hasta aprovecho para echarme unas cantadas”. 



Así fue: luego de desayunar llegué al aeropuerto en camión y entre canciones con erres arrastradas de un tico ilegal que espero haya podido volver a su casa.



Ya en el avión agarré un periódico. Sólo entonces me sorprendió la noticia con la que el día anterior había despertado el país ese recién nacido 1994: un ejército indígena se había levantado en armas. 



Recuerdo una caricatura: Carlos Salinas de Gortari, entonces Presidente de México, levantaba una copa para brindar por el inicio del Tratado de Libre Comercio; una bala atravesaba la copa. 



El Ejercito Zapatista de Liberación Nacional, el e-zeta-ele-ene, hacía presencia. ¿Quiénes eran?, ¿de dónde habían salido? 



Se me mezclaron las historias sobre indígenas rebeldes y territorios autónomos, San Pedro Atitlán en Guatemala y Los Altos de Chiapas en México. 



Los muertos propios vendrían después, ya no serían el recuerdo de una temporada de campo en un país que no era el mío, comenzaría a encontrarme sus historias sin cruzar fronteras.

Imagen tomada de: http://espirituviajero.com/lago-atitlan-guatemala-corazon-del-pueblo-maya/

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