El barrio ©

Siempre me referí así a este lugar: el barrio. Desde el primer día en que me paré por aquí; aquella tarde en que supe sin lugar a dudas que me alejaba irremediablemente del sitio que sentía mío. El nombre pronto se socializó; yo lo decía tan naturalmente que mis amigos empezaron a preguntar si iría al barrio cuando indagaban si llegaría a casa. No había desprecio en mi forma de llamarlo, el barrio únicamente era el modo en que más me acomodaba nombrar un sitio que sentía ajeno y al que no deseaba hacer parte de mí. Así lo había elegido: me iría por siete meses (número cabalístico) a la nada, estaría en el vacío que me permitiera ubicar mis verdaderos deseos. Que este nunca fue mi hogar lo confirmé día tras día. No es nada personal. Sólo la constante idea de que aquí era una isla, elegida arbitrariamente por mí para terminar de dejar lo que me venía sobrando desde hace años. Quizá por eso soy injusta cuando evalúo las calles (maltrechas), los perros (maltratados), los vecinos (extraños), los transeúntes (violentos), las fiestas (ruidosas), el agua (insalubre), los alacranes (poco amistosos), etcétera. Dicen que desde la ventana de la sala se veían hermosos los amaneceres, yo nunca los ví. Soy nocturna, pero aquí lo era más que nunca, creo que no quería enamorarme de una mañana en este sitio. La luna no dejé de notarla y sí, se mostró siempre bella, pero yo me recordaba que no es difícil encontrarle el lado lindo a la noche sin estrellas. Mentiría si dijera que extrañaré al barrio. Sin embargo, dejo más de lo hubiera deseado; como en todo naufragio (incluso premeditado) hubo pérdidas, algunas dolorosas, francamente todavía desgarradoras. El barrio me vio llegar llorando y, aunque yo creía que me vería reír al dejarlo, la verdad es que me voy reteniendo un par de lágrimas. Hay que saber dejar morir para que lo nuevo nazca, por eso (y sólo por eso) ¡salud y larga vida al barrio!

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