La cornisa ©

Mamá siempre me dijo que mi problema era no atreverme, no tener iniciativa en la vida, dejar que el miedo y la inseguridad se sobrepusieran a la poca voluntad con la que había nacido. “Siempre fuiste frágil, César, desde chiquitito. A las dos semanas de nacido ya te me andabas muriendo, una infección en los riñones que les dio a ti y a tu gemelo. Los dos estuvieron en el hospital, pero él salió pronto; tú no luchabas, era un problema que comieras: te tuvieron que poner una sonda. En cambio, Óscar, ¡uy!, él, con todo y enfermedad, pedía a gritos la comida. En una semana se repuso”. Esto último lo decía mi madre riendo alegremente. Yo esbozaba media sonrisa; la verdad es que no me hacía ninguna gracia la anécdota.

Estudié Administración de empresas, como en mi familia se esperaba que hiciera: en el futuro, alguien tendría que hacerse cargo de la fábrica de guantes que mi padre había montado y que, como decía mi madre, era nuestro único sustento. Óscar se negó rotundamente: decidió que sería artista, no abogado como mi padre.

No bien Óscar anunció su desacuerdo, mi padre estrelló ambos puños sobre la mesa, haciendo que todo se cimbrara sobre ella; la cena terminó en ese momento, todos dejamos de comer, pero ni mi madre ni yo nos atrevimos a levantarnos de las sillas y nos quedamos atestiguando la ira de mi padre y el silencio de mi hermano, un silencio prolongado que estaba muy lejos de la aceptación: pesado, denso, firme. Al final, una sola oración: “Me da igual que la empresa se quede sin abogado. El día en que tú mueras, yo seré pintor”.

Mi hermano no cambió de opinión ni cuando mi padre le dejó en claro que el día que saliera de la casa, si no era para estudiar Derecho, dejaría de tener cualquier tipo de apoyo por parte de la familia. Óscar se fue y mi madre se concentró en mí: “Tú no nos harás lo mismo, tú sí nos necesitas y lo sabes”. Sí, lo sabía, siempre lo supe. No me sentía capaz de dirigir mi propia vida, así que hice caso y entré a la escuela para administradores.

No fui un alumno destacado, pero tampoco lo hice mal: obtuve el diploma y acabé de formarme en la empresa familiar, de la mano del administrador de mi padre, un viejo que no conocía otro sitio que esa fábrica y que me preparaba para sucederlo el día en que se jubilara. Mi historia laboral no tiene misterio: se fue mi tutor y ocupé su lugar, desempeñándome como era debido, para beneplácito de mi padre que se murió tranquilo luego de firmar los papeles correspondientes para que yo heredara todo aquello: la fábrica, la casa, el dinero y, claro… la compañía de mi madre.

Todo parecía estar bien. Llevaba una vida tranquila, encausada según los trazos que mi familia había marcado de antemano; no había por qué modificarlos, ellos parecían saber mejor que yo lo que me haría feliz. Lo poco que supe de Óscar no era alentador: vivía a duras penas, trabajando por las noches en una fábrica de productos plásticos como velador y pintando por las tardes, luego de dormir un poco, comer a medias y beber de más, todo en un pequeño cuarto de azotea en el centro de la ciudad. Jamás lo visité: mi padre había prohibido que lo viéramos y la única que contradecía esa regla era mi madre, aunque poco y siempre a escondidas.

Lo enterramos antes que a mi padre: una de esas tardes en que, sentado sobre la cornisa, bebía para inspirarse, cayó del techo del edificio donde habitaba… Algunos dijeron que se había suicidado, pero no, Óscar no era así, no era frágil. El conserje del lugar nos avisó. Tenía el teléfono de la casa porque un día mi madre se lo dio “por cualquier cosa”… y “la cosa” pasó.

No se puede decir que hubo un duelo: Óscar había dejado de existir mucho antes para nuestra familia; al menos para mi padre, que no volvió a pronunciar su nombre desde el día en que se fue y que, para mí, prefería no pensar en él. Mi madre lo lloró discretamente: temía que mi padre se enfureciera con ella y le gritara como el día en que nos dijeron que Óscar había fallecido y entró en crisis. Mi padre la miró, me dijo que pagara con dinero de la fábrica el sepelio más barato y luego, exasperado, tomó a mi madre de los hombros y le gritó: “¡Deja de llorar!, esas son las consecuencias de parir hijos así… tú con tus consentimientos, tú con tus rollitos de andar pintando cuadritos para expresarte… ¡tú con tus pastillas para dormir, para los nervios, para vivir, para todo, tómate uno de esos calmantes y deja de llorar! Se te murió un hijo, bueno, ¡para eso tuviste dos!”

Sí, mi padre era un hombre así: fuerte, decidido, recio… Sí, sí, se podría decir que violento, aunque… no sé, sólo era así: decía lo que convenía y a nosotros nos tocaba acatar. Nos daba lo que necesitábamos para vivir. Óscar no quiso y pues se murió: ley de vida. Si hubiera estudiado Derecho, habría estado en la casa y en la fábrica, protegido por mi madre y dirigido por mi padre. No quiso: prefirió volar y pues… voló… literalmente, se lo llevó el viento.

Yo me quedé. Cuando murió mi padre, me hice cargo de la fábrica y estuve con mi madre hasta que falleció hace un mes. Me quedé solo: tengo una casa, tengo una empresa, soy joven (a penas 30 años), puedo hacer lo que yo quiera… Pero soy frágil… por eso me tomé las pastillas de mi madre y vine al edificio donde vivió Óscar. El conserje tiene el teléfono de la casa, pero no hay quién conteste. Por eso, desde la cornisa, escribo esta carta para él: siempre hay que despedirse, aunque no se tenga a nadie.

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