El recuento de los sueños ©

Me ha dado por tener pesadillas. No son pesadillas lúcidas: de ellas no recuerdo más que las sensaciones. Por ejemplo, si sueño con cuervos lo sé porque despierto sintiendo en el hombro el roce aterciopelado de las alas negras. No me pregunte usted cómo es que sé que son pájaros de ese color y no de algún otro; para eso no tengo explicaciones y tampoco deseo hurgar más de los debido en mi inconsciente.

Si despierta tengo pensamientos más bien complejos, dormida siempre he sido un total enredo. Tengo la impresión de que sueño poco, pero se sabe que eso es debido a que le damos demasiado crédito a la memoria: no es que no soñemos, es que no recordamos que lo hemos hecho. 

El asunto es que yo últimamente sólo recuerdo las sensaciones que me dejan los sueños. Ahora que lo pienso, quizá no son pesadillas, pero esa memoria sensorial me asusta un poco, será por eso que digo que tuve un mal sueño. Esta noche, por ejemplo, hice dormida una sopa de albahaca, lo sé porque en los dedos me quedó el tacto de las hojas que desmenuzaba; quizá no era una pesadilla...

Conservo el recuerdo de un sueño que tuve de niña: sobre el mar, literalmente encima del agua, de las olas, había una feria de papel. Las pistas redondas se comunicaban entre sí por puentes y en cada una de ellas había un juego diferente: la rueda de la fortuna, las sillas voladoras, el carrusel... Yo iba de una a otra pista caminando sobre aquellos puentes que las unían. De pronto, estando justo en el medio de una de esas endebles estructuras, del agua y hacía mí salió un tiburón con las fauces abiertas. El escualo estaba dibujado sobre papel con crayolas... Desperté consternada.

De adolescente soñé mi funeral, pero en esa ocasión no me sentí asustada, todo lo contrario: nunca me había sentido tan serena. No sé cómo es que morí en aquel sueño, pero no había muerto sola y estaba junto al mar: dos ataúdes en la playa lo confirmaban. Era de noche y ahí estábamos los fallecidos, rodeados de antorchas; el firmamento estaba lleno de estrellas, no hacía frío y nadie lloraba.

Luego vinieron un par de sueños que hoy recuerdo sonriendo. En el primero sólo sentía una comezón insoportable en el cuerpo, me estaba convirtiendo en un jícuri. Para entonces yo no había ido al desierto, sabía lo que eran los peyotes pero no había comido uno. Fue mucho después que consumí aquella rosa de fuego, durante un viaje que retengo en la memoria igual que los sueños: a pedazos, más sensación que imagen. El segundo sueño de aquella época tuvo también que ver con una transformación: me hacía líquida, supongo que fui agua (algo de eso me quedó; me vivo río, mar o estero con frecuencia).

Las clases de matemáticas me hicieron sufrir tanto que a ellas debo la más clara de mis pesadillas: intentaba resolver una ecuación, lloraba. Desperté gritando: "¡tengo que cambiarle el signo!" Ni en sueños pude alguna vez descifrar la lógica de ese lenguaje que sigue siéndome ajeno. Para mí los números son malos augurios, con ellos se ocultan nombres y rostros: cientos de miles de asesinados, decenas de miles de desaparecidos, millones intentando sobrevivir... Pero esto no es un sueño, es mucho peor: las fosas y los cuerpos, las ausencias, la miseria, están aquí mientras estamos despiertos.

Hay un sueño en particular que retengo lejos del olvido en forma deliberada. Es un sueño con versiones y la prueba de que también soñando aprendemos lo importante. La primera vez que lo soñé el final no era uno afortunado. Alguien me llamaba por teléfono y me pedía que saliera de mi casa por la noche para encontrarle en algún sitio lejano. Caminaba yo por calles oscuras cuando vi a lo lejos una camioneta blanca; en la parte trasera tres hombres violaban a una chica y esperaban que yo pasara por ahí para hacer lo mismo. No me detuve, caminé hasta el frente de la camioneta sin reaccionar y no fue difícil atraparme. Como si hubiera quedado pendiente una mejor reacción de mi parte, volví al principio de la historia que soñaba e iba poco a poco modificando cada error: veía la camioneta y corría hacia el otro lado logrando escapar; caminaba por lugares más seguros; no aceptaba salir de casa sola y de noche. Cuando en el sueño supe cuidarme desperté.

Hace poco me reí dormida: soñé que mi madre me regañaba porque en la fotografía del título doctoral yo aparecía con un enorme bigote, más grande que el de Emiliano Zapata. "No tomas en serio nada", me decía mi madre compungida, pero yo me sentía feliz, divertida como niña traviesa. También me siento bien cuando sueño con mi río, uno de plata y cuarzos que me adoptó en Perú; su nombre más conocido es Urubamba, pero yo lo llamo en quechua: Pilpintuquilla (la casa de la luna, para él siempre mi luna llena). Cuando sueño con el río me hablan mis muertos, dos de ellos en particular, los más queridos. Vienen a decirme que aún los quiero, aunque no les perdone que se hayan muerto; tienen razón, por eso no les escribo, sólo los sueño.

0 comentarios: