Astillas ©

Una no se hace de astillas queriendo, aparecen de pronto, ya dentro; ni siquiera se tiene la oportunidad de mirarlas a tiempo, se sienten el día menos pensado y no siempre sabemos de dónde provienen. Es cierto, una astilla pocas veces es un asunto grave: podemos vivir con ella, acostumbrarnos a darle el espacio que reclama, ir por la vida modificando las posturas con tal de no tocar el pedazo que la aloja; vamos dolidos, con una herida mínima que hacemos nuestra a fuerza de tolerarla. Sabemos que algún día dejará de dolernos, y sí, así pasa: el cuerpo sabe limitar el espacio invadido, la astilla será expulsada en algún momento, si acaso estará por años entre las células que la arropan cuando insiste en quedarse, pero años no es "siempre", vendrá el destierro. 

Yo me hice de una astilla en la playa; años vivió conmigo, su refugio estuvo en mi talón izquierdo. No era una astilla cualquiera, se desprendió de un vidrio que me cortó el pie; a pesar de que limpié la herida, el dolor me impidió hacerlo a fondo y esa pequeña viruta cristalina se hundió entre la carne que sangraba. La dejé estar, más por cobarde que por sabiduría: no estaba dispuesta a abrir la herida para sacarla, ya bastante me dolía. Aprendí a caminar saltando sobre un pie y después, poco a poco, conforme sanaba, a apoyarme sobre ambas piernas sin que el talón de la astilla tocara ninguna superficie. Luego, ni falta hace decirlo, me acostumbré al dolor que en realidad ya era mínimo. Aquella astilla podía sentirse bajo la piel y pronto la convertí en una suerte de "herida de guerra": era el recuerdo de un tiempo largo y en suma feliz en que anduve descalza casi todo el tiempo, no sólo sobre la arena, por las calles con adoquines e incluso de pavimento: vivía junto al mar y había renunciado a los zapatos. Al final, no sé si el pequeñísimo fragmento de vidrio que ya era parte de mi memoria salió o entró de lleno, pero dejó de ser posible sentirla en mi talón, aunque, ya lo ven, aún la recuerdo.
   
Hay palabras que son mucho peores que las astillas: si no te detienes a sacarlas se irán encarnando, guareciéndose debajo del alma o en algún pliegue de ella; en esos casos, lo mejor es abrir de un tajo, sin miramientos, aunque duela, erradicarlas de una vez. Las palabras que hieren lo destruyen todo a su paso, son huéspedes que terminan con la casa completa. No basta con cojear un rato: el recuerdo de ellas es como gangrena, mejor olvidar una vez que se han desterrado. No son fragmentos de vidrio o madera, son filosas puntas de dagas en manos inexpertas; es fácil voltearlas hacia quien las empuña. Con la misma saña que alimenta sus deseos, hay dejar que entren profundo entre sus vísceras, porque no merece compasión quien se arma sin experiencia: por mí que se desangren, yo sólo estoy dispuesta a renguear un poco cuando la molestia la provoca un brillante vidrio sobre la arena.  

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