Mientras haya flores ©

He visto volar mi sombrero a ras de piso en la calle más larga del fin del mundo. Corrí tras él, por supuesto, y por supuesto también corrieron detrás de mí las risas de un grupo de chicos que hacían de mi ridículo el más preciado de sus tesoros.

Para mí esos días fueron de poca alegría, me invadía una tristeza profunda que había logrado meter en la maleta con toda la intención de dejarla por ahí perdida. Por eso el sombrero era tan importante, iba a perder lo que me quedaba luego de haberme perdido yo.

¡Un viento fueguino intentaba arrebatarme de la cabeza aquello que la cubría!, ¡sin pedirlo!, ¡a mí que estaba más que dispuesta a dejarle todo!... en su momento, donde yo decidiera, no a media calle porque si fui hasta el final era para no andar dejándome, como solía, a la mitad de todo. 

No era lo único que tenía: ni la tristeza ni el sombrero se dejarían abandonar, ni yo estaba tan extraviada como creía. Pero eso lo supe después, frente a un bloque de nieve compacta que me hizo los honores de mostrarme que hay que caer haciendo estruendo y salir a flote con ligereza (otra historia a medias contada que un día cualquiera reclamará el final feliz de los hielos que navegan).

Aquella caída, a media calle y en pos de un sombrero que no terminaba de aterrizar, encontró su estruendo en las risas que se multiplicaron cuando los chicos reunidos me vieron volver cojeando, con las rodillas sangrantes y en una mano el sombrero maltrecho de mi aún muy viva tristeza. No pude evitarlo, me puse a llorar. Se hizo el silencio. Supongo que hay risas que no se dan bien en las aguas. Sé que me miraban pero yo no los miré.

En ese entonces miraba poco a las personas porque no lograba devolver las sonrisas. Constatarlo hacía más grande mi pena y lloraba, haciendo que la gente se sintiera desvalida por no saber que era yo quien desvalida estaba, que no me herían sus sonrisas, que siempre lloraba, que era yo y el inagotable llanto de una tristeza muy jodida. 

Por no mirar a la cara a aquellos chicos, miré a mi costado y entre lágrimas descubrí que me había sentado en el medio de un maso de tulipanes. Lloré más: apenas podía mantenerme en pie para continuar en la vida y en el intento rompía las flores a mi paso. Saber que dañaba cuando lo último que quería era más daño me hacía sentir desolada, pero también valiente. Me quedaría en el mundo, lo decidí en un instante, en su final anidaría mi principio.

De regreso a casa algo de la tristeza conservaba en el cuerpo, mucha menos, al final dejé la mayor parte junto al sombrero, lo eché por la borda de una pequeña embarcación al mar, justo cuando logré sonreír por la manera en que caminaba un pingüino. Ya no lloraba, pero se prolongaban mis silencios, miraba y sonreía pero me costaba hablar, prefería no hacerlo.

Mi madre me hizo entonces un regalo que yo encontré excéntrico: un florerito de vidrio que se angostaba por el cuello y volvía a ensancharse; había un bulbo reseco sobre él, blanco y redondo, parecía muerto o a punto de estarlo. "Es un jacinto", me dijo al tiempo que ponía agua en el florero y me explicaba que debía mantener el agua sin que tocara el bulbo. "¿Y yo qué hago con esto"?, pregunté extrañada. "Nada, obsérvalo", contestó sin entrar en más detalles.

A los pocos días noté que al bulbo le salían raíces, poco a poco se alargaban para alcanzar el agua que estaba a pocos centímetros de ellos. Comencé a sentir curiosidad y ganas de que no muriera: todos los días acudía a mirar el jacinto y siempre me regalaba algo nuevo; las raíces ya se hundían en el agua y en la parte de arriba crecía una protuberancia verde, un poco pálida. 

Seguí observando, no tardó mucho en hacerse notar planta incipiente, y luego hojas, y más tarde una montoncito de flores diminutas en capullo. Ya no era "el jacinto", era "mi jacinto": no había día que no pensara sonriendo en la posibilidad de atestiguar cómo se abrían las flores. ¡Eran azules! ¡Olían tan rico! ¡Estaba vivo!

Cuando salía a la calle seguía caminando ensimismada y en silencio, miraba al piso. Un día, al pie de un árbol noté que había flores tiradas, miré hacia arriba. ¡Había florecido la jacaranda que desde niña he visto! No cabían de violeta alegría sus ramas.

Dentro de mi casa el jacinto y yo salvábamos la vida, eso ya lo sabía; con la jacaranda supe que la vida estaba aunque yo no la salvara. Solté el pedacito triste que aún me habitaba. Me encontré en los milagros. Mientras haya flores no hay tristeza que la vida valga.     

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