Las cosas de mi abuelo (sexta parte)©

Mis tiempos de niña están llenos de sabores, todos ellos ligados al dulce recuerdo de mi abuelo. Las personas que lo conocieron aseguran que mi abuelo era tan bueno como el pan; y sí, lo era, pero no como cualquier pan: su bondad era como el pan rústico de su pueblo, con olor a leña, de textura suave pero no liviana, de sabores fuertes más que delicados.

Incluso luego de años de vivir en la ciudad mi abuelo no dejó de ser un hombre de campo. Por eso para él la virtud de la comida estaba en que fuera nutricia, un buen alimento para el cuerpo más allá del placer que, sin embargo, él encontraba en verdad gustoso cuando comía. ¡Nunca he visto a nadie comer con tanta alegría como a mi abuelo!

Para mi abuelo no había peor traición que la del engaño culinario: el pan de caja comercial le parecía una estafa malévola, solía aprisionarlo entre los dedos milímetro a milímetro hasta dejarlo tan delgado como una hostia; decía entonces con real indignación: "¡puro aire!, pan de nada". El café instantáneo era criticado sin falta en caso de aparecer sobre la mesa: "Noescafé, debería llamarse esta agua de calcetín", sentenciaba con decepción.

Nada más llegar al arco que anuncia la entrada al "Relicario de amor" que es para sus paisanos Santa Ana Tianguistengo, el pueblo de mi abuelo, nos hacía bajar del camión para comprar en la primera tienda una fruta de horno. Las galletitas de maíz espolvoreadas con azúcar se amontonaban dentro de una cristalera sobre el mostrador, eran extraídas con sumo cuidado por el dependiente con ayuda de una pinza para pan y puestas sobre un cuadro de papel estraza. Cuando cada quien tenía la preciada golosina en su poder echábamos a andar rumbo a la casa que nos esperaba para alojarnos. 

No concibo hasta la fecha esa caminata sin la compañía en el paladar de la masa grumosa de aquellas galletas; sólo entonces podíamos sentir que habíamos llegado y yo olvidarme del mareo que me provocaban las múltiples curvas de la carretera, a pesar del limón que mi abuelo me hacía comer durante el viaje, a pesar del juego en el que me aventuraba guiada por mi abuelo: "mira bien lejos, hasta el último árbol, así no te mareas".

En su pueblo, mi abuelo visitaba casas como se visitan iglesias, religiosamente aparecíamos en cada una de las de sus parientes. En otro lado he contado que mi abuelo solía llevar plantas medicinales a la gente de su pueblo, pero hace falta decir que, a cambio, él y nosotros recibíamos viandas diversas. No había vino de consagrar pero eramos bendecidos por el aguardiente de mora y por la mezcla divina de queso, masa y azúcar de los "cielitos".

Por las mañanas, mi abuelo no perdonaba un buen café con leche, los huevos revueltos con pemuches (flores del colorín) y un par de enchiladas bañadas en salsa de chile guajillo y con queso fresco por encima. Hacia la tarde, su guiso favorito era el pollo con xala (pipián de semillas de calabaza) con frijoles de surco aderezados con hojas de aguacate, todo eso acompañado de tortillas hechas a mano, salsa de molcajete y las suculentas gorditas de alverjón con hierbabuena. En la noche no podían faltar los tamales. 

Los jueves, día de plaza en Tianguistengo, el festín era obligado. Si hacía calor, íbamos en busca de quien vendiera axocol (agua de piloncillo con hojas de naranjo y maíz); bien frío curaba hasta el alma. No había poder humano que hiciera que mi abuelo renunciara a comer una segunda porción de zacahuil (el enorme tamal de la huasteca, de maíz martajado y cocido en horno con leña). Mi abuelo le hacía los honores a su pueblo comiendo.

En la Ciudad de México, de mi abuelo tengo otros sabores en la punta de la lengua: el de las gomitas de regalíz, el de los caramelos anisados y el del ruibarbo; no concibo el tipeo de los escribanos de la Plaza de Santo Domingo sin recordar a lo que sabía la cerveza de raíz. Mi querido abuelo era como un mago nutricio: de sus bolsillos aparecían dulces, frutas y semillas. Ofrecía las golosinas como quien aparece un conejo del fondo del sombrero, con la misma expresión expectante de la felicidad que en mí produciría: "te traje un higo", decía, y yo saltaba literalmente de alegría. Heredé de él la costumbre de meter en mi bolsa alimentos extraños (ahora mismo un dulce de camote hizo estragos dentro de ella) y brindarlos como el bien, sin mirar a quién.     


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